miércoles, 29 de marzo de 2017

Entrada 121. Camilo también es un ángel.


Entrada 121 

 Martín Pollier se aferró con las dos manos de la barandilla, y con el cuerpo puesto verticalmente, se dedicó a experimentar cómo el tutinji - argentino surcaba las gruesas y cristalinas aguas del mar. Puso sus manos alrededor de su cuello, y de inmediato lanzó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y aprovechó de deshacer los nudos que se formaban en su nuca. Tosió en tres oportunidades, intentando desprenderse de cierta mucosidad adherida en sus bronquios. Después armó con sus dedos una tenaza con la cual tomó con firmeza la punta de su nariz, y volvió a respirar, ahora, con más fluidez, y luego apoderándose de una gran cantidad de aires, dijo.

-Mis hijos señores..., perdieron la decencia. Hubo un gran silencio.

   Alguien se acercó y le entregó el sombrero que le había quitado el viento, de inmediato Martín se lo encasquetó con suma elegancia, también lo inclinó hacia el lado derecho, y armó casi instintivamente, las desparramadas plumas. Con el sombrero puesto su rostro volvió a brillar, y cierta picardía se apoderó de muchas de sus suaves facciones. Estornudó otra vez sumamente tranquilo y reposado. El viento que corría, a esa hora, en el tutinji-argentino, abría levemente las alas del sombrero, como si quisiera volar una vez más. Algunos marineros se dedicaban a limpiar la cubierta, otros en cambio, se afanaban en amarrar las velas, y a revisar los nudos. El ruido del mar, producido por el constante choque del mar no daba tregua, y el tutinji se balanceaba cada vez en olas más grandes. Rugía la estructura del barco, soportando la violencia y el poderoso embate de las olas, a pesar de esto, los hombres no se descuidaban de sus tareas, como si esas fuerzas, por la suma de los años, ya le fueran indiferentes. El viento se transformaba gradualmente en impertinentes ráfagas, tan frías como tibias, que, en ocasiones, dificultaba el respirar de los hombres. El mar gritaba como si desconociera a los hombres del alborean; ellos exhalaban el aire que les llegaba, apenas cerrando los ojos, soportaban esperanzados las aventuras que le ofrecía el mar. Aventuras de sueños que disfrutaban con el corazón henchido de felicidad, y con la mirada siempre orientada a los recovecos y espacios del mar.
  A medida que avanzaban, se veían las pozas de agua en cubierta, los marineros provechaban de pasar los trapos sobre ellas para remover el aceite negro pegado entre las aberturas de las gruesas maderas. Los oídos, los olfatos se iban agitando a medida que el mar modificaba su apariencia.

-Tenemos que entrar señor, parece que el mar se sale de libreto.

-No -contestó Martín, tirándose sobre la baranda, y aferrándose a ella con firmeza, se atrevió a seguir el movimiento de las aguas. Lébregas, el capitán, Antoine, le observaban. Lébregas no se desprendía de su uniforme de policía marítima, y se atrevió a preguntar.

- ¿Qué le sucede señor?

-Nada Lébregas,  tengo derecho a recrearme -contestó Pollier, posteriormente dio una mirada a la cubierta, y fijó la mirada en el joven que le había solicitado enrolarse en sus filas.

 -También necesito hablar con él, -pensó.

- ¡Capitán!, -continuó – que los cocineros preparen la cena; que todos se resguarden de las olas. Esperemos que el sol nos acompañe mañana.

- ¿Quiere que le lleven la cena a la cabina de mando?

- ¡Sí, gracias!, -respondió con voz cordial. Enseguida, levantó los ojos hacia Antoine y con un rápido movimiento del dedo índice, le señaló que lo acompañara. Estiró un brazo y luego, tomó por el hombro al muchacho. Antoine entreabrió los párpados, y antes de ingresar miró, una vez más, la electrificante atmósfera del océano.


La ventolina, en lo alto del mástil, tocaba aún las banderolas, al tocarlas las mecía con transgresora suavidad. Había desaparecido la ventola de la tarde, y la noche que llegaba se anunciaba más sosegada y tranquila; el mar oscilaba entre el choque de las olas, el tutinji – argentino avanzaba besando suavemente la superficie del mar, ingresaba a la garganta oscura del océano pretendiendo alcanzar una luna en creciente. Ya no se escuchaban los pitos de otros barcos, ni el cotidiano vocear de los pescadores; sencillamente se lograba distinguir, en notorio contraste, un barco blanco que ingresaba a la oscuridad de la noche. Curioseaba, el tutinji en una noche fresca y mágica, llena de enigmas que se debían recoger.

- ¿Quiere un mate Antoine?, -preguntó Pollier, y quedó inmóvil esperando una respuesta.

-Sí, gracias, señor. Algo conocía a ese muchacho, sabía de sus rarezas y extravagancias. Era la primera vez que lo trataba con cierta familiaridad, pues, hasta ese minuto, lo consideraba un tipo solitario y le producía más rechazo que cercanía.
Martín, con del mate en la mano, miraba seriamente al joven, extrañado de que no se hubiese ido. Después se sentó, acomodó las piernas, y continuó hablando con una voz reposada.

-Es una cabina pequeña, pero eso permite que sea acogedora, ¿verdad?

-Creo que sí. -respondió Antoine acurrucándose en la endeble silla.

-Siempre te ves hablando con alguien invisible. ¿Por qué lo haces? Quienes te observamos, estamos sorprendidos, sobre todo cuando, intentamos comprenderte. No vemos lógica. ¿Por qué? ¿Acaso deseas llamar la atención? Porque, te contaré. Cuando era niño, mi modo de llamar la atención consistía en desestimar el llamado de mi madre a almorzar, casi por veinte minutos lograba que mis padres y mis hermanos me buscaran por la casa. Lograba hacerme patente, y vencía cierta invisibilidad impuesta.

-No, no se trata de eso señor..., sólo es mi modo retraído de ser.

- ¿Pero, con quién hablas niño? Sin duda, ese modo de ser te hace extraño ante los ojos de los demás.

-Es probable, pero me agradan mis cosas, y mis descubrimientos, me entretengo en aquello.  No sé..., pienso que usted se equivoca.

- ¿Por qué Antoine?

-Porque, le falta fascinarse con las cosas que observa, no es algo que requiera mucho esfuerzo. Verlas, gozarse, contemplarlas. Esa es la honda diferencia entre usted y yo.

-Eres raro muchacho, a pesar de que no eres una mala persona. Lo tienes que saber, soy un entusiasta de la vida, y todos esos hombres aburridos, con cara de pejerrey que me siguen, buscan lo que les ofrezco: Vivir la vida con pasión.

-Nos sé, señor. Considero que la mejor aventura de un hombre es vivir la vida misma.  ¿Para qué inventarse aventuras?

-Puedes que tengas razón, lo que va quedando en uno son las callejuelas polvorientas, los cerros desforestados por los que caminamos, ostentando valor, aquellos árboles que entregaban generosa sombra a nuestros cuerpos, los pasos que nos permitieron alcanzar las azucenas que llevaríamos a nuestras queridas. Puede que tengas razón muchacha. ¿Todo eso te enseñó tía Elena?

-Una bella persona, que al final, no tenía ninguna relación conmigo. -Contestó el joven llevando la bombilla de mate a la boca.

- ¿Cómo la conociste? Consultó intrigado Martín.

-No recuerdo, sólo llegué, no sé cómo.

-De verdad que eres extraño muchacho. Es como si dijese que yo aparecí del mar, pero bueno, no es lo que nos convoca. Quizá, tengas tú que ayudarme a recuperar algo de mi memoria. Lébregas me comentó al oído que tú estabas con Dominique y Juliet en la casa de retiro.

-Sí, así fue. Viví con ellos ese tiempo. Me dediqué a las labores domésticas.

- ¿Sabías algo, de ese niño Camilo?
-Sabía todo, estuve, acompañándolos. -Argumentó con claridad el joven, a l vez que pasaba el mate cebado a Pollier.

-Está lavado el mate, cambia la hierba Antoine.

- ¡Sí, por supuesto señor!

-Preciso saber lo que viste en aquella oportunidad..., si se puede comentar. Antoine mezcló la hierba mate con peperina, y se la devolvió a Pollier con celeridad.


-Ahora entiendes por qué este barco es el tutinji -argentino, aquí se toma puro mate. Hábitos que me quedaron de mi estadía en ese país. Argentina me regaló el mate y también a Borges, y de pasadita, me entregó este maravilloso barco.