CAMILO TAMBIÉN ES UN ÁNGEL ENTRADA 23
Tío
Farfán golpeó suavemente la espalda del muchacho, ajustó el botón de la levita
negra que acababa de tirarse encima, casi con desgano, agarró el sombrero de
copas, guiñó un ojo y se retiró en silencio…, se sentía fresco.
Antoine lo vio
partir, después depositó toda su atención en el espumoso líquido del café con
leche, notó que daba vueltas, así livianamente, tal como la vida; tal cómo su
cabeza, que rotaba incesantemente. El café seguía en movimiento, como los
recuerdos que le remitían a Camila. Una vez más le hablaron sus fantasmas que
le vigilaban desde todos los puntos. Generalmente
aceptaba ingresar a esos espacios inexplorados, misteriosos, encantados. Observó, distendido y largamente, a esos seres irreales que asomaban por la ventana de
su memoria. ¡Sí, sí! , -confirmaba, -Todavía escuchaba los pasos arrastrándose por la cerámica, ese
caminar dificultoso que comenzaba a oír en los pasillos. Era cuando su corazón se agitaba a medida que
el sutil polvo de la memoria regaba el vidrio de sus pupilas.
De
pronto, todas las puertas y todas las ventanas se abrieron empujadas por la
fuerza de unos vientos alisios que irrumpía, y que traía desde el mar, vetustos
secretos que nadie comprendía, junto a esa corriente de viento, una llovizna
helada azotó su cuerpo joven, y ante su sorpresa, el mar se presentó tallado en
el horizonte.
Flotando,
en tétrica oscilación, el Alborean se abría paso entre la espesa bruma de la
noche. Brillaba, en las tres ventanas de la timonera, una débil luz amarilla,
como si fuese una vela extinguiéndose, la luz ayudaba a proyectar la sombra de
un hombre, que con sus manos puestas en el guardamancebos, no dejaba de mirar hacia la costa.
Antoine,
abrió los ojos, esas imágenes no desaparecieron, por el contrario, adquirieron
realismo y legitimidad. Cerca de la playa, el primer contacto con el mar fue el
de sus pies que recibieron el frío toque de las olas.
Miró
alrededor, acompañado de cierto estremecimiento, y le pareció a él que todos los elementos inanimados cobraban
vida propia. Las voces que provenían del exterior, le hablaban de forma muy clara:
Tenía que llegar al barco, sin separarse de sus sueños. El Alborean le esperaba. Con los dientes
apretados, los cuellos rígidos, y con sus dos manos, protegiendo la cabeza, se
lanzó al mar.
El
compacto cúmulo de agua, se abrió fácilmente a su cuerpo. Comenzó a nadar,
tranquilo, respirando cada cierto tramo, y sin quitar la vista del fabuloso
barco. A penas se acercó, se abalanzó sobre una escalera de cuerdas. Esta al crujir
un poco soportó todo el peso del muchacho en sus firmes amarres de tipo
diagonal. Comenzó a subir sin dificultad, por el lado de la banda del barco,
una vez que llegó a la cubierta, la figura que proyectara la luz, ya no se
encontraba. Entonces se acercó a una de las ventanas, la que estaba más cerca
del casillaje, al asomarse distinguió, sin lugar a equívocos, la imponente
figura de Martín Pollier.
Vicente
Alexander Bastías / Marzo 2016