Atlantis Neo-06

Un joven astronouta aterriza de forma sorpresiva en el patio de un colegio.

Camilo también es un ángel

Camilo, que ha nacido de una relación incestuosa intenta desesperadamente sobrevivir.

Una Teoría de tu belleza

Las Aventuras, desesperanzas, y afanes de una familia en Cosquin .

Cartas a Verónica

Verónica,cada vez, que puedo recordarte, al encontrarme con tu mirada, me voy retirando de ella, con la pasión de entonces.

Los sueños de Konie

Los sueños de una joven de secundaria que intenta superar sus sombras del pasado,y se proyecta como una mujer libre,espontánea, natural.

martes, 27 de junio de 2017

Camila Angélica, entrada 129.


Entrada 129
 
Martín Pollier se detuvo un instante para seguir  un destello de luz que desordenado ingresaba por un pequeño orificio. Miró con atención y se separó del grupo. Llevaba una camisa arremangada, y sus pies seguros tomaban dominio del estrecho lugar. Al salir contempló un día muy silencioso, tranquilo. El movimientos de los matorrales había cesado;  y el recorrido de las nubes siempre lento, ahora era nulo, y estaban las nubes suspendidas disfrutando de su liviano peso. Una delgada llovizna cayó sobre los cabellos de Pollier, y su camisa, a la altura de los hombros, comenzó a empaparse imperceptiblemente. Caminó lento, levantando la vista al cielo, observando con suma atención aquel paisaje gris,  sembrado de arbustos que estaban teñido de un verde oscuro casi mágico. Tocó algunas  hojas de las cuales escurrían diminutas pintas de agua, estas al caer el suelo se desperdigaban aleatoriamente.  El sereno rostro de Pollier, comenzó a empaparse de agua, algunas gotas se quedaban en sus parpados, y se quedaban allí hasta que sus ojos resignados y claros, se cerraban suavemente.

   La llanura extensa que se abría delante de él estaba llena de vida, los árboles y los vegetales, se erguían sólidos al contacto del agua, y el suelo antes yesoso y pobre, se llenaba de ricos minerales.  Pero de pronto, su mirada descubrió, detrás de la delgada cortina que formaba la llovizna, una casa  de color magenta, oscurecida aún más por la humedad que impregnaba la madera. Contempló la casa con profunda mirada, luego desasiéndose de aquel paisaje húmedo y solitario, permitió que se deslizara por su mente una delgada línea de sus pensamientos. Enseguida, resonaron las lejanas voces del pasado, algunas sombras de inmediato se deslizaron a su alrededor.

  Aquella casa, por la cual paseó detenidamente la mirada, llenó su alma de una inmensa desolación. Antes de acercarse, al pasar, alargó la mano y cogió algunas cerezas, después una escueta sonrisa asomó por sus labios. Sus ojos se hendieron blandamente en la extraña atmósfera de aquella casa, de súbito un gritó le sacó de sus recuerdos, recuerdos lejanos e invisibles. Un momento después subía nuevamente por ellos lenta y sigilosamente, y el alma asomaba sus ojos para ver lo que captaba el corazón. El alma, esa avecilla que revolotea en los ojos y sobre todo en el corazón.

 Aquellos recuerdos estremecieron sus músculos, y un leve escalofrío se desvaneció en la frialdad de ese día. Con impactante claridad, comenzó a descubrir que esa casa era la de sus padres. Allí había nacido, y surgió de pronto él cálidos recuerdo de sus padres. Se agitó por un  momento, jadeo, respiró con algo de dificultad.
   El hechizo de esa casa le fascinaba, y pensó en toda la vida que, en algún momento, se había desarrollado en ese lugar al alero de un fogón de llamas brillantes y de ondulante color amarillo. Se encontró frente a frente con la casa, y no encontró a nadie. Permanecía la estructura, pero sus residentes se habían desvanecido, ya no estaban. Le pareció ver la imagen de su hermano Joaquín, e impulsivamente se encaminó hacia él, al intentar abrazarlo, muy luego esa figura se desvanecía entre sus brazos. Pronto murmuró con desaliento:

-Ya no está, no puedo palparlo, tampoco sentirlo, es simplemente una borrosa imagen del pasado.

En una mirada desfalleciente recibió la clara imagen de su sobrino Ismael, de inmediato resonaron sus gritos en sus oídos, aparecieron también sus juegos y travesuras. Aparecieron ante sus ojos toda la convivencia que, de vez en cuando, les alegraba como familia, los recuerdos poseían la claridad de los rayos de sol, mientras continuaba pensando en todos quienes habían dado vida y alegría a esa casa, ahora ya no estaban, se habían ido, o, lisa y llanamente, se habían precipitado por las rectilíneas circunstancias de la vida, o quizá, se habían sumergido en los pantanosos senderos del existir.
 A un costado de la casa aún se conservaba el  espacio reservado por sus padres para que construyera las quillas de los incipientes barcos que ideaba su mente adolescente. 

-Las costas son bajas, -le decía su padre, esa quilla tiene que ser sólida. Después, en el pedregoso estiaje de un río se dedicaba a probar la fortaleza de esas quillas.

 Y ahí estaba, mirando conmovido, no la casa, sino  la vida de las personas que le habían dado el calor y el sentido. Por más que hubiese deseado abrazarlos, eran una idea imposible. Imposible por la acerada persistencia del tiempo que no devuelve lo vivido, e inútil  por la obcecada fragilidad de los recuerdos. Detrás de las desoladas paredes de esa antigua casa, él alcanzaba a vislumbrar las alegrías y las penas que se habían fraguado, y que ahora, con inusitado desconcierto descansaban únicamente en su corazón. Martín Pollier comenzó a sembrar su alma de estrellas, esas estrellas a las que había amado con el alma. Estrellas a las que no lograba olvidar, y que surgían de cuando en cuando, de las profusas fisuras de su corazón. Antes de regresar, alcanzó a contemplar el hermoso color malaquita de algunas piedras, y se detuvo a observar el verde color de las hojas que sostenía un madroño, y de esférico fruto rojo. Movió suavemente sus ramas, y exclamó:

-Ellos no regresaran ¡Nada de lo que vivimos retornará!  Retrocesión, tiempo, ilusión. -y cuando daba los primeros pasos para regresar, la tibia humedad de sus lágrimas llenaron sus pupilas, no obstante recordó, reestructurando parte de su entereza que un Pollier no debe llorar.


Vicente Alexander Bastías.

lunes, 12 de junio de 2017

Entrada 128. Camilo también es un ángel

                                              
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Entrada 128
 
La intensa claridad de un cielo galvanizado tocaba el horizonte y parecía besarlo. Los hombres, estaban repartidos en distintas áreas del tutinji-argentino. El  mar por primera vez estaba en calma, y el suave movimiento de su oleaje se dejaba dorar por la tibieza de un sol rutilante.

  Algunos marineros en cubierta respiraron más aliviados al ver la cercanía de las islas.  Las enormes masas de agua descansaban, quizá reconcentrando sus fuerzas. Mirando, tal vez, con su frente sobre la superficie,  su base vasta y profunda  desde la que surgía su potencia descontrolada, sin embargo, el mar golpeaba el casco al tutinji-argentino con extrema delicadeza, como si quisiera que esos tripulantes llegasen definitivamente a buen puerto. Los hombres se miraron unos a otros denotando enorme satisfacción, se acercaron al costado de la cubierta, y apoyados en la baranda, esperaron que el barco se acercase un poco más a la costa. El cura conventual, apresurado en su  caminar, resbaló perdiendo el equilibrio, y, en su intento de no caer, chocó de frente con el (mástil del medio), lo que provocó la risa del resto de la tripulación, se rieron hasta el cansancio. Al lograr estabilizarse, el cura habló recriminando.

-Al que se burle nuevamente, se alza pena de ex-comunión. Y al verlo tan desencajado en su rostro, y sobre todo,  al mirarle el pelo desordenado que parecía un plumero, volvieron a reírse con más ganas. El cura habló de nuevo sonriendo.

-¡Ya mis hijos!, ustedes saben que les he perdonado.

-¡Oye cura!, -no te olvides de bajar con las ostias que tenemos hambre, -exclamó el más viejo.

-¡No, no!, llevaré el vino de misa..., todos hemos llegado con sed.

-¡Ja, ja, ja! -Rieron al unísono, incluso Martín Pollier que se ubicaba expectante a la orilla de la proa, sonrió de muy buena gana. El cura de pies estevados, logró reincorporarse y se dirigió a la proa, lugar en el que estaba Martín Pollier.

-Mire cura, vea usted cómo la sal corroe el acero más firme y grueso, como lo carcome hasta dejarlo más delgado que una capa de cebolla. Este metal que en un momento limpio y brillante, ahora ha tomado el color del ocre, y en algunas partes, como usted puede ver, toma un sucio color amarillo, es el óxido de hierro que comienza a formarse, en un tiempo más, lo que fue grueso y robusto se desintegrará, hasta convertirse en polvo. Como nosotros padre, de esa manera será. Pollier y el cura cruzaron la mirada buscando ciertas coincidencias, después Martín dirigió la mirada a la playa de la isla, suspiró y dijo.

-¡En fin padre!, luego seguiremos conversando. Hemos llegado a puerto; tenemos que bajar.

 -Qué buscamos  en este lugar, -intervino un tercero  que se esmeraba en ordenar una soga gruesa.

-No buscamos nada. Simplemente, nos dirigimos al lugar donde descansan esos pequeños; y junto al padre, les daremos una digna y cristiana  despedida, -expresó pronto Pollier reflejando en sus palabras extrema tristeza. Enseguida,  los hombres se dispusieron a desembarcar. Creyeron que con ese rito, ya nada perturbaría el cuerpo y el alma del alborean. Ya no reflotarían esas extrañas sustancias que en algún minuto les había atormentado. Martín Pollier habló de nuevo, pintando una pequeña sonrisa en sus labios.

-Me es fácil admitir, que todo esto nos apartó de nuestras aventuras, pero debo reconocer, que después de esto recomenzaremos con más brío y entusiasmo. El plumaje de fiesta sólo lo vestimos en el nacimiento y en la muerte. En el nacimiento porque nacemos, y en la muerte porque también es una forma de nacimiento, y en la que hemos de tener una vida más larga, sumergidos, lógicamente, en la conciencia de todas las cosas, suspirando en los largos brazos del infinito. En un instante amigo, nos daremos ese abrazo que hemos buscado toda la vida. Pero no hay que temer, ese brevísimo  trozo de tiempo que hemos vivido, se transformará en una eternidad. Puede ser complejo, algo confuso, puede ser algo hasta incomprensible para todos, sin embargo, por lo que respecta a mí, no me cabe la menor duda. En más de alguna ocasión fue tema de conversación con mi amigo Heriberto.

-Gino, silabeó unas palabras ininteligibles. Un poco más allá el capitán carraspeó un par de veces, y Martín pollier descencendía con sumo cuidado del barco, pronto, una vez que sus pies se hundieran levemente en la arena mojada, miró alrededor, y dirigió la mirada al joven que había visto en la entrevista con el teniente. Se oyó con claridad el transparente agizar de las olas que retornaban al mar cada vez que tocaban sensiblemente la orilla de la playa, con la sensación de un tacto áspero y duro. Pronto fue el turno del teniente que bajó también con precaución y que no pudo evitar que la subida de una ola le mojara hasta las rodillas. Levantó la cabeza, y se detuvo a mirar cómo Martín Pollier llamaba a aquel joven. Desde hace unos días Pollier se estaba preguntando sobre la permanencia de ese joven entre ellos, y pensó que era el  momento propicio.

  Antes de eso, comenzó a explorar el lugar y muy pronto realizó un diagnostico exhaustivo. En dirección al norte las rocas ingresaban plenamente al mar, en el lugar en el que se encontraba la costa era arenosa, y una cantidad considerable de playeritos de plumas blancas y ceniza, alzaban el vuelo con llegada de la tripulación, en cambio, hacia el sur no había playas, sólo acantilados. Logró ver, además, infinidad de gaviotines pico amarillo, y varios petreles que planeaban a ras de las olas.

   Minutos después estaban caminando en una doble fila, pisando piedras en el curso medio de un rio medianamente angosto y seco. En las orillas, abundante vegetación, sobre todo residuos de pastizales costeros, estas acompañaban a las raíces de los árboles, que como pies, se mostraban a la vista. Habían comenzado a caminar en la ancha desembocadura de un río, y esperaban llegar al,  curso alto del río lo antes posible. Era en realidad un atajo que conocían los marineros, y siempre que transitaban por ese lugar, les llamaba la atención la aridez del lugar, y sobre todo, la enorme cantidad de piedras  que se desparramaban en el lecho del río. De vez en cuando, pasaban gritando de forma bastante estridente,  una bandada de loros tricahues tan temidos por la gente del pueblo. Gino insistió en agregar algo, todos lo miraron, hubo un silencio prolongado.

-Es por aquí señor, es este el lugar, la cueva en la que nos topamos con la sepultura. Recuerden aquella inscripción que decía: “Camila...1724”, o algo así, una parte de la inscripción estaba borrada. El primero que asomó la cabeza por  la enorme abertura fue el cura, con una potente voz que tronó en el interior. Al interior algo resonó de repetente, todo quedaron en silencio, esperando. El cura, sin temor alguno, ingresó al hoyo encogiendo el extremo los músculos, logró ingresar, y muy pronto, al soltarse, cayó en seco con los pies sobre tierra firme.

-Pueden bajar, -sostuvo jactancioso. Enseguida bajó Gino. Al caer, de inmediatamente  levantó el mentón y vio, alrededor de un circulo iluminado parcialmente por destellos de una luz amarilla, tres cabezas negras que se asomaban. Martín Pollier, que tenía la dureza de la roca, permaneció largo tiempo acodado mirando hacia el interior, pensaba si lo que afirmaba Gino era verdad. Lanzó una piedra para calcular profundidad y preguntó. .

-¿Estás seguro que este es el lugar?

-Sí, este es el lugar, -respondió Gino. -Martín pareció alegrarse, y sus ojos se abrieron expectantes

-Entonces, allá vamos, y se lanzó.

-Tengo mejor estado físico que ustedes curita, -dijo socarrón Pollier.

-¿Tú con las hierbas tónicas, no? Como no vas a estar mejor que yo... ¡Toma fanfarrón!,
-añadió el cura y le lanzó una cantimplora de agua.

-No me refería a su gordura curita, usted me mal interpretó. -Luego sonrió de buena gana al ver que el cura conventual estaba nuevamente colorado. De pronto Gino y el teniente llamaron.

-¡Está aquí hemos llegado al lugar! Gritaron al unísono el teniente y Gino, bastaron pocos segundos para que Pollier, el cura, el joven desconocido, el coreano, el contramaestre, el pescador de pelo colorado, el sargento Lébregas, y el resto de la tripulación se encontraran frente a frente con la tumba de los pequeños. De inmediato, todos permanecieron inmóviles, en el más de los absolutos silencios. Disipándose de ellos la nube supersticiosa que los había acompañado. Algunos se estremecieron, otros incómodos no supieron qué hacer. La caverna oscura y silenciosa, acogía a aquellos hombres que, inmensamente conmovidos, no sabían si llorar o retirarse.

-¿Dónde está Antoine?, -preguntó Martín.

 -No le hemos visto en todo el día, -respondió el capitán.
-¿Y esa chica Camila?

-Tampoco señor, bastante tiempo que no se le divisa, -respondió el joven.

-Eso no es cierto capitán, ellos si están..., están frente a nosotros. Están enterrados en este lugar, y agregó.

-Para que  nadie los olvide, han de permanecer en la memoria de este pueblo: La pequeña Camila, el niño Camilo, y el que fuera el más pequeño de todos, Antoine Alonso, -concluyó sus palabras  un acongojado Martín Pollier.

- Todo esto comenzó en el Parque je t'aime, -pensativo comentó el capitán.
-¡Capitán!, exprésele a tía Elena que espere el amanecer..., sus penas pasarán. Además dígale a Anne-Laure, que la belleza de su hija Camila no estaba en la belleza misma..., sino, que estaba en la profundidad de  sus ojos.


Vicente Alexander Bastías.