Entrada 129
Martín Pollier se detuvo un instante para seguir un destello de luz que desordenado ingresaba por un pequeño orificio. Miró con atención y se separó del grupo. Llevaba una camisa arremangada, y sus pies seguros tomaban dominio del estrecho lugar. Al salir contempló un día muy silencioso, tranquilo. El movimientos de los matorrales había cesado; y el recorrido de las nubes siempre lento, ahora era nulo, y estaban las nubes suspendidas disfrutando de su liviano peso. Una delgada llovizna cayó sobre los cabellos de Pollier, y su camisa, a la altura de los hombros, comenzó a empaparse imperceptiblemente. Caminó lento, levantando la vista al cielo, observando con suma atención aquel paisaje gris, sembrado de arbustos que estaban teñido de un verde oscuro casi mágico. Tocó algunas hojas de las cuales escurrían diminutas pintas de agua, estas al caer el suelo se desperdigaban aleatoriamente. El sereno rostro de Pollier, comenzó a empaparse de agua, algunas gotas se quedaban en sus parpados, y se quedaban allí hasta que sus ojos resignados y claros, se cerraban suavemente.
La llanura extensa que se abría delante de
él estaba llena de vida, los árboles y los vegetales, se erguían sólidos al
contacto del agua, y el suelo antes yesoso y pobre, se llenaba de ricos
minerales. Pero de pronto, su mirada
descubrió, detrás de la delgada cortina que formaba la llovizna, una casa de color magenta, oscurecida aún más por la
humedad que impregnaba la madera. Contempló la casa con profunda mirada, luego
desasiéndose de aquel paisaje húmedo y solitario, permitió que se deslizara por
su mente una delgada línea de sus pensamientos. Enseguida, resonaron las
lejanas voces del pasado, algunas sombras de inmediato se deslizaron a su
alrededor.
Aquella casa, por la cual paseó detenidamente
la mirada, llenó su alma de una inmensa desolación. Antes de acercarse, al
pasar, alargó la mano y cogió algunas cerezas, después una escueta sonrisa
asomó por sus labios. Sus ojos se hendieron blandamente en la extraña atmósfera
de aquella casa, de súbito un gritó le sacó de sus recuerdos, recuerdos lejanos
e invisibles. Un momento después subía nuevamente por ellos lenta y
sigilosamente, y el alma asomaba sus ojos para ver lo que captaba el corazón.
El alma, esa avecilla que revolotea en los ojos y sobre todo en el corazón.
Aquellos recuerdos estremecieron sus músculos,
y un leve escalofrío se desvaneció en la frialdad de ese día. Con impactante
claridad, comenzó a descubrir que esa casa era la de sus padres. Allí había
nacido, y surgió de pronto él cálidos recuerdo de sus padres. Se agitó por
un momento, jadeo, respiró con algo de
dificultad.
El hechizo de esa casa le fascinaba, y pensó
en toda la vida que, en algún momento, se había desarrollado en ese lugar al
alero de un fogón de llamas brillantes y de ondulante color amarillo. Se
encontró frente a frente con la casa, y no encontró a nadie. Permanecía la
estructura, pero sus residentes se habían desvanecido, ya no estaban. Le
pareció ver la imagen de su hermano Joaquín, e impulsivamente se encaminó hacia
él, al intentar abrazarlo, muy luego esa figura se desvanecía entre sus brazos.
Pronto murmuró con desaliento:
-Ya no está, no puedo
palparlo, tampoco sentirlo, es simplemente una borrosa imagen del pasado.
En una mirada desfalleciente
recibió la clara imagen de su sobrino Ismael, de inmediato resonaron sus gritos
en sus oídos, aparecieron también sus juegos y travesuras. Aparecieron ante sus
ojos toda la convivencia que, de vez en cuando, les alegraba como familia, los
recuerdos poseían la claridad de los rayos de sol, mientras continuaba pensando
en todos quienes habían dado vida y alegría a esa casa, ahora ya no estaban, se
habían ido, o, lisa y llanamente, se habían precipitado por las rectilíneas
circunstancias de la vida, o quizá, se habían sumergido en los pantanosos
senderos del existir.
A un costado de la casa aún se conservaba
el espacio reservado por sus padres para
que construyera las quillas de los incipientes barcos que ideaba su mente
adolescente.
-Las costas son bajas, -le
decía su padre, esa quilla tiene que ser sólida. Después, en el pedregoso
estiaje de un río se dedicaba a probar la fortaleza de esas quillas.
Y ahí estaba, mirando conmovido, no la casa,
sino la vida de las personas que le
habían dado el calor y el sentido. Por más que hubiese deseado abrazarlos, eran
una idea imposible. Imposible por la acerada persistencia del tiempo que no
devuelve lo vivido, e inútil por la
obcecada fragilidad de los recuerdos. Detrás de las desoladas paredes de esa
antigua casa, él alcanzaba a vislumbrar las alegrías y las penas que se habían
fraguado, y que ahora, con inusitado desconcierto descansaban únicamente en su
corazón. Martín Pollier comenzó a sembrar su alma de estrellas, esas estrellas
a las que había amado con el alma. Estrellas a las que no lograba olvidar, y
que surgían de cuando en cuando, de las profusas fisuras de su corazón. Antes
de regresar, alcanzó a contemplar el hermoso color malaquita de algunas
piedras, y se detuvo a observar el verde color de las hojas que sostenía un
madroño, y de esférico fruto rojo. Movió suavemente sus ramas, y exclamó:
-Ellos no regresaran ¡Nada
de lo que vivimos retornará! Retrocesión,
tiempo, ilusión. -y cuando daba los primeros pasos para regresar, la tibia
humedad de sus lágrimas llenaron sus pupilas, no obstante recordó,
reestructurando parte de su entereza que un Pollier no debe llorar.
Vicente Alexander Bastías.