Atlantis Neo-06

Un joven astronouta aterriza de forma sorpresiva en el patio de un colegio.

Camilo también es un ángel

Camilo, que ha nacido de una relación incestuosa intenta desesperadamente sobrevivir.

Una Teoría de tu belleza

Las Aventuras, desesperanzas, y afanes de una familia en Cosquin .

Cartas a Verónica

Verónica,cada vez, que puedo recordarte, al encontrarme con tu mirada, me voy retirando de ella, con la pasión de entonces.

Los sueños de Konie

Los sueños de una joven de secundaria que intenta superar sus sombras del pasado,y se proyecta como una mujer libre,espontánea, natural.

sábado, 25 de febrero de 2017

Entrada 112. Camila Angélica.



Entrada 112.
 
Entonces el hombre antes de continuar, miró a Pollier durante un momento. Estaba inmóvil y sus pensamientos se alineaban recreando antiguas imágenes. Una de sus  manos estaba  puesta en la cintura, en esa postura buscaba seguridad.  Lébregas, de vez en cuando, escupía nervioso, trataba de relacionar las palabras con los  hechos que necesitaba comunicar, y después, casi en el acto, la oscuridad de sus ideas tomó algo de luz.

-Cuando llegamos al funeral señor..., -dijo un poco más vivaz.

-¿Qué funeral señor Lébregas, de qué funeral me habla? -Preguntó Martín cambiando el lánguido cruce de sus piernas.

-Ya le explicaré señor, pero en aquella ocasión todos llevábamos rigurosos trajes negros. Llovía abundantemente, el cielo claroscuro amenazaba con cerrarse del todo. La tormenta se asomaba, y amenazaba con chorrear sus gruesas aguas por todas las calles. Nuestras pisadas iban quedando marcadas en un  fango que, a medida que transcurrían las horas,  se transformaba en una arcilla pegajosa. Las flores del campo santo perdían su olor; los claveles blancos perdían su vistosa textura y las líneas de agua que la cruzaban las contaminaba con el  oscuro barro. Cada cierto tiempo inclinábamos la cabeza como sencillo  gesto de piedad y consuelo. Bajo la mirada atenta de un largo séquito el pequeño ataúd avanzaba. En dos oportunidades me acerqué con el propósito de coger una de las azas, sin embargo, los conocidos con indulgencia me lo negaban. El séquito continuaba sin parar, a medida que avanzaban, el suelo iba descubriendo sus raíces fruto del agua que escurría incesante. Cuando mis pies tropezaron con la hierba aligeré el paso para ver de quien se trataba. Entonces observé el dulce y desolador ataúd de un niño. Ahora la suave lluvia caía silenciosa como sintiéndose culpable de llevar, en su incoloro flujo, el sueño  inocente de aquel pequeño. A pesar de la tristeza que embargaba a todos, nadie lo mencionaba, y más bien, centraban la atención en los jóvenes padres. Acuciosas las miradas de los asistentes, les escudriñaban en cada uno de los movimientos que realizaban, y movían la cabeza sin lograr comprender. Al cabo de dos horas en séquito se detuvo en la tierra ennegrecida; las señales de flores indicaban el lugar en el que reposaría definitivamente. Con el corazón apesumbrado cerré los ojos y elevé una oración, sobre todo cuando, escuchaba murmuraciones que no lograba interpretar. Entre el barro y el frondoso ramaje de un lugar que cubierto de soledad, se escuchaba un solo y poderoso murmullo:

-¡Ellos son hermanos! 

    Y ese vago murmullo se perdía en la incisura de unas nubes que no cesaban de llorar. Aumentaban las murmuraciones y con ella crecía la incordia, la manifiesta adversión hacía los jóvenes padres, y el secreto de ambos que comenzaba a trisarse.
-¿Quiénes eran esos jóvenes? -preguntó Martín Pollier, agitado y atento al relato del sargento.

-¿Y por qué estaban en el funeral de un infante? -insistió claramente asustado. El sargento alzó los ojos marrones, y su voz aguda se fue apagando. Miró con extravío a Pollier y experimentó por él cierta melanconia; su postura rígida y segura se fue desmoronando y comprendió, con profundo dolor que Martín Pollier pretendía dar forma a los personajes que él había descrito.

-¿Por qué usted Lébregas estaba en ese lugar? -añadió Pollier pensativo.

-Usted señor, usted había solicitado escolta..., estaba ahí por decisión suya.


viernes, 24 de febrero de 2017

Camila Angélica, entrada 111



Entrada 111
.
Heriberto dirigió la cabeza en dirección a la puerta, y nuevamente lo acogió el pasado, y fue inevitable rescatar el recuerdo aquella mujercita delgada, de rostro macilento: tapizado, la mayor parte del día, de un permanente engurrio. Lo había acompañado por tanto tiempo. Nunca logró desprenderse de esa belleza particular y única. Celinda, le hablaba ahora desde sus ojos cegajosos y el revoleo de impulsos tristes. Indubitablemente la lejana belleza de Celinda aún producía discretas hendiduras en su corazón. Don Heriberto tenía los ojos cerrados, intentaba atrapar, o quizá, conservar aquellas imágenes que, sin existir, se armaban en su mente. El continuó imaginando a esa muchacha que, cada día se enarbolaba en su alma. Él se consideraba un buen hombre, no era sino un hombre maduro que amaba la filosofía, y que, por saltarse algunos eslabones de la vida, echaba sobre sus espaldas, la silenciosa y eficaz traición a Martín Pollier, pero eso no debía admitirlo y resultaba mejor traspasar la responsabilidad al dueño del alborean.

- ¿Qué sucede con Juliet y Dominique? -Inquirió él -usted…usted, ¿sabe algo Isabelle? Ella mostraba una sonrisa sin brillo, más bien una sonrisa de labios restringidos. Él desea saber algo más -pensaba- un hombre curioso al que se le escapa una pieza del puzle. Rogó mentalmente que la conversación tomara otro rumbo, y suspiró varias veces, esperando que eso sucediera; pero más bien, no pretendía atisbar bajo las capas de su mente los escurridizos secretos que amenazaban surgir como deformes sombras pasajeras.

- ¿Qué sucede con tus hijos Isabelle? -insistió don Heriberto. Los pensamientos de la mujer, cuan avecillas revoloteaban sin saber a dónde ir.

-Heriberto no debe preocuparse, si me entero de algo, no lo dude un momento…, lo comentaré. A ver usted -dijo ella- dígame ¿qué pensaba tanto? Él se levantó de un salto como si hubiese sido sorprendido en algo malo, apretó los dientes; caminó dos pasos y clavó a propósito los tacones en la gruesa alfombra. Comenzó a sentirse incomodo entonces recogió las piernas y levantó los brazos para desperezarse. De pronto regresaba la figura de Celinda y la veía como siempre. Luminosa entre sus inseguridades y agraciada en esos ojitos burbujeantes de vida.

-No, usted Isabelle pretende desviar mi atención. Esos muchachos tienen algo que decir,  y haré lo posible para hablen -dijo don Heriberto en voz baja, aunque sin restar energía a sus palabras.

Heriberto carraspeó en dos ocasiones, se puso de pie sin soltar la taza de té. De pronto se posesionó junto a la mesa de centro para observar alrededor del salón. Cuando volteó el rostro se quedó mirando la gruesa cortina de lino de un desvaído color invierno., estaba recogida, y dejaba al descubierto el enorme ventanal. Cuando fijaba su vista en la transparencia casi invisible del vidrio, vio pasar de súbito a tía Elena.

¡Oh! –dijo, y enseguida manifestó. –Isabelle amada, prepárate, nos visita tía Elena. Isabelle se puso de pie al instante y ansiosa se acercó a la ventana.

-Es verdad –respondió. – ¿Buscará algo?

-Lo sabremos en dos minutos –contestó don Heriberto. –no abrigamos ninguna inquina, así es que,  puede ingresar, pero estamos sin servicio Isabelle, tienes que  abrir la puerta.

-No hay problemas, iré –arguyó ella intrigada.

Tía Elena, puso sus pies desnudos sobre la fría baldosa de  la verenda, y luego se  desplazó tranquila, sujetando su pelo suelto que tomaba insistentemente el viento. Avanzaba silenciosa resbalando los pies como una niña, y su delgado vestido ópalo se arrastraba suave por las cerámicas azul rey. Era el suyo un caminar lastimoso, arrastraba las piernas como si llevara en sus hombros un peso insostenible, pese a esto se esforzaba en avanzar. Don Heriberto salió a su encuentro; abrió la cerradura y le saludo mirándola con atención. Ella hallábase aturdida. Heriberto la seguía con el movimiento de los ojos; extendió su mano y pronto la mano de ella descanso en esa palma extendida. Tía Elena no manifestaba expresión alguna, se limpió los pies y se atrevió a cruzar el pórtico de la puerta, cuando introdujo sus pies desnudos en el salón, de inmediato Isabelle la saludó. Después tía Elena imploró.

-¡Un vaso de agua por favor!

-Sí, claro -contestó Heriberto con beneplácito. Isabel cogió a la anciana por un brazo, la condujo despacio, y le ayudó a sentarse en un sillón. Tía Elena comenzó a lamer sus labios, como habitualmente lo hacen los ancianos; estaba tranquila, sus ojos grises se fueron iluminando con un tenue sol que se filtraba entre las cortinas; su rostro se vio de repente más suave, y sus ojos se tornaron inocentes.

-¡Ese niño! -dijo después.

-¿Qué niño tía Elena? -preguntó Isabelle.

-¡Antoine!, pues, a él me refiero.

-¿Qué sucede con él? -Insistió Heriberto, entregando el vaso de agua a la anciana.

-Ese niño es culpable de todo. Él llamó a esos espíritus. Antes no existían; pero él, con su insistencia, les llamó a la vida. Don Heriberto volteándose contestó.

-Tía Elena, por favor explique algo más, no entendemos nada.

-Creo que nada de esto tiene explicación, a lo sumo, puedo expresar y hablar desde lo que visto. Me llamaba la atención, de todos modos, que ese niño fuese al riscal, y allí permaneciera tardes completas. Cada vez que lograba vencer el ribazo, lograba distinguir algo curioso..., él hablaba solo, y gesticulaba como si realmente estuviese con alguien. Cuando estaba cerca de él, la costumbre me llevó a asumirlo como algo natural, sin embargo, ahora entiendo todo, él habla con aquellos espíritus que todavía deambulan en el pueblo.

-Tía Elena usted nos asusta. ¿Cómo puede imaginar todo eso? Tía Elena imploró.

-¡Así es! Este muchacho logró sanar esas almas contrahechas, es macabro, pero así es..., aunque no entiendo algo. Y ella se quedó escuchando las murmuraciones internas que provenían de su espíritu, y atravesó las delgadas capas de su mente que parecían deshechas, y el recuerdo de Antoine, con sus personajes imaginarios comenzaron a enlazar esos pensamientos lentamente, e imaginó ella que ese imaginario de Antoine era la niña que había muerto antes de nacer. Se estremeció. Enseguida levantó la cabeza y comenzó a guardar esos pensamientos que le asustaban.

-Estoy segura -sostuvo sentada al borde del sillón.

-Y ahora he venido, con los pies descalzos, emulando a María Magdalena para que alguien se apiade de mi..., y lave de mis pies, aquellos pecados.

-¿Qué habla tía Elena? -Ella no respondió de inmediato, más bien se dedicó a pensar, después de unos minutos agregó.

-Esa niña que visualiza Antoine es Camila Angélica, mi pobre niña, a la que no le di la oportunidad de la vida. Anne-Laure y yo no hemos dejado de llorarla, aunque el espíritu que perturba a este pueblo fuese el de ella. ¿Cuál es el otro? ¿Qué otro espíritu resucita?



lunes, 13 de febrero de 2017

Entrada 110. Camila Angélica.


Entrada 110
-Acaricias con mucha suavidad querido Heriberto.

-Sí -asintió él -me extraña que lo reconozcas ahora. Mira…, desde aquí se puede ver el reflejo de colores que se desprende del arroyo; me dan deseos de ir a ver.

-No querido, escuchemos el canto de las aves, algunas de ellas se pierden en el crepúsculo.

-Son tardes apacibles amada Isabelle, pero aún no podemos cantar victoria.

-No te muevas querido. Traeré el té.

-No te preocupes, esperaré aquí. La sugerencia de Isabelle quedó suspendida en el aire como intacta voz que siguió sonando en los oídos del administrador, entonces sin moverse de su lugar, se dedicó por largo tiempo a escuchar el canto de las aves. Afuera el tiempo había cambiado. Observó con detención el marcado declive que se producía después del irregular manojo de arbustos y que, invariablemente, convertido en una senda de hierbas, llegaba pleno al mar. Por otro lado, abajo, las olas, la arena y la arenisca se mezclaban en un baile silencioso, mortalmente infinito. 

  Allí, en ese lugar había transcurrido gran parte de su vida. Unido al mar, al bosque, a las dunas, a los enormes acantilados, a las aves que surcaban el cielo encaladas en un cielo espejeante y azul. El, de pronto, recordaba todos los colores y todos los aromas de ese pueblo que lo había atrapado tan intensamente. Heriberto se levantó de su asiento; se llenaba de recuerdos, embebidos se quedaba contemplándolos. Apoyó la cabeza en la pared, y sintió que ese lugar le pertenecía un poco más. Posteriormente tomó sus lentes de pinza, y dirigió su vista al mar, la ociosidad le llevó a calcular la altura de las olas.

- ¿Dónde estás Isabelle? -consultó don Heriberto abrigando pensamientos confusos.  

- ¡En un instante estaré contigo! No te preocupes mi amor -profirió con aplomo Isabelle.

-Me es fácil admitir que un brevísimo segundo sin ti, me resulta una eternidad.

-Aquí tienes el azúcar -agregó ella guiñándole un ojo. Don Heriberto agradeció la cortesía de su mujer, y continuó proyectando ahora, en el agua de té que se movía, los pensamientos que se entrecruzaban como una versátil enredadera.

   Dispuso, casi involuntariamente, sus recuerdos a aquella noche en la que había llegado al pueblo. Lo único que lo recibió fue aquel viento suroeste que circulaba bravo y silbaba cada vez que se acercaba a sus oídos; tocaba su rostro, y de vez en cuando, le dificultaba el caminar. Apenas tocó tierra sus zapatos se llenaron de una arcilla ocre, que posteriormente fue muy difícil de limpiar. Al dar sus primeros pasos por ese lugar, salió a su encuentro una fina llovizna, un cadencioso sonido del mar y una oscuridad que no permitía ver nada, salvo una pequeña fogata que se visualizaba apenas entre los peñascos. Prosiguió con determinación su camino, pero siempre mirando de reojo, atento a los peligros que podrían aparecer. Al encaminarse a lo alto del pueblo, un hombre alto y fornido salió a su encuentro. Andaba con otros dos hombres vestidos de piratas. Los hombres estaban con la ropa y el rostro mojado, a pesar de las malas condiciones atmosféricas no parecían entumecidos, más bien sus cuerpos se percibirían como sombras en la infinita pared de finos cristales en los que se transformaba la suave llovizna. Las rocas mojadas relucían, al toque delicado, de la luminosidad de una enorme luna. De repente el viento amainó, y la suave llovizna se hizo casi invisible. En muy poco tiempo las nubes comenzaron a separarse y en lontananza se abrieron claros de luz, y al instante siguiente, todo el cielo estaba despejado.
- Dígame una cosa ¿Quién es usted? -preguntó el hombre alto, parándose en seco frente al él.

-Mi nombre es Heriberto, me envía el gobernador…, como apoyo…, ¡eso es!

- ¡Bah!, pensé que el gobernador se había olvidado de nosotros -respondió el líder del grupo.

-No lo esperábamos, pero si es así, comencemos a subir a lo alto de la loma.

- Nunca pensé encontrarme con piratas en esta isla.

-Tampoco lo hubiese imaginado; no crea, nadie lo puede imaginar -respondió risueño el hombre.

- ¿Quién está a cargo?

- ¿Sabe, don Heriberto? -balbuceó el hombre –Me debo presentar. Mi nombre es Martín Pollier, y estoy a cargo por disposición del gobernador.

-Qué bien señor Pollier. Es un agrado estar con ustedes.
-Sí…, gracias don Heriberto, pero sigamos caminando; pronto llegaremos -exclamó Pollier entusiasmado.

-Aquí encontrará muchas islas, grandes bahías y desembocaduras, pequeños canales y un gran acantilado; será el paisaje que lo abordará día tras día -dijole Martín.

  Y esos recuerdos habían comenzado una noche de distorsiones atmosféricas, en un angustioso momento de hombres errantes que buscaban refugio y calor en una fogata, con la prodigiosa imaginación de vivir como piratas. Le bastaría a Heriberto, sólo un par de meses para comprometerse a terminar con el espúreo reinado de un maniático llamado Martín Pollier. 

- Mas azúcar querido…, ¿qué pensabas tanto?

-Intento comprender cómo se gestó todo esto. Son escurridizas las razones, y sólo se puede atisbar algunos motivos.

- ¿Por qué Pollier deseaba la muerte de Juliet y Dominique? ¿Existe algo que no logramos descubrir? Ahora, ellos no pueden hablar, y están engarzados a una silla.

  Isabelle escuchaba, y en lugar de responder, se dedicó a acomodar el transparente canesú negro que llevaba.




viernes, 10 de febrero de 2017

Entrada 109. Camila Angélica.

Entrada 109
 De unos delgados y largos dedos surgió un débil sonido de tamborileo, las gruesas yemas golpeaban incesantes sobre el macizo escritorio de roble. El teniente se levantó sorprendido, y de inmediato, clavó la gastada mirada sobre unos documentos. El tamborileo de su mano derecha era incesante. A medida que se interiorizaba de su contenido, se iba haciendo más débil y se extinguía progresivamente el mecánico sonido. De pronto, se acomodó cautelosamente en el amplio sillón de cuero negro, y después de mover su cabeza en dos ocasiones, continuó la lectura. A pesar de la insignificante luz, en el teniente se lograba distinguir un rostro recatado y fino, pero al mismo tiempo, la elegancia de sus vestimentas, en cualquier instante, le hacían destacar. El joven teniente sacudió las hojas del informe, espero sentado unos segundos, cabizbajo pensó en silencio, después manifestó.

- ¡Háganlo pasar!

Pollier sacudió nerviosamente los hombros. Cuando intentó caminar sus piernas se doblaron laxas, y su cuerpo luchó infructuosamente por mantenerse erguido. Un paño blanco cubría parte de su frente, sangraba abundantemente, y con su mano derecha, intentaba adherir la tela a la herida. Martín imaginó que todo sería distinto. El gridar, en medio de la vastedad y el absoluto silencio del mar, no le había servido de nada. De súbito, sus ojos veteados por la curiosidad descubrieron el lánguido aspecto del teniente y dirigió sus pasos a la lúgubre oficina. El joven teniente lo recibió con relativa cordialidad, y esbozó una plástica y fingida sonrisa.

-No me diga nada. Mis hombres no lo han tratado muy bien, creo que así es, -inquirió el teniente. Luego agregó:

-Usted es tan feroz señor Pollier, ahora parece un gatito. ¿Qué le sucedió? La última vez que lo vi, arrancaba cruzando a nado un río, y después daba pasos cortitos arrancando de los cocodrilos. Ahora le acusan de quemar a sus hijos, -amonestó el joven con inquietante serenidad. Enseguida el teniente tomó a Martín por una de los hombros y lo atrajo hacia sí desplazándose incomodo por la pequeña oficina de luz amarilla.

-Los pequeños adornos de la vida anularon su visión Martín Pollier, -dijo el teniente de la exigua y elegante apariencia.

-De vez en cuando señor tenemos que mirar el hilo que sostiene el adorno. -Martín Pollier permanecía en silencio, e inquieto rozaba los nudillos porosos de su mano derecha, entonces se atrevió a comentar.

-También me alegra verlo a usted teniente, pues la última vez, si mal no recuerdo, lo vi escondido en una choza. Recuerde, tuvo miedo a los nativos zetumi, -manifestó Pollier en voz baja y con soterrado sarcasmo.  Se produjo una pausa, posteriormente se observaron callados, las miradas se escaparon a puntos indeterminados y   Martín Pollier continuó levantando la mirada que había estado puesta en el suelo.

-No es preciso recordar aquello teniente. Es la oportunidad de encontramos, solo que los orangutanes que envió, me han golpeado de forma innecesaria. -Precisó Pollier permitiendo que su rostro trazara una curiosa elasticidad.

- ¡Esos son mis chicos! -contestó el teniente riendo de muy buena gana, mientras la tenue luz de la oficina comenzaba a colapsar.

-Tenía que parecer real señor, para evitar comentarios, usted sabe, se podría afirmar que es usted quien financia a esta guardia.

- ¡Sí, por supuesto teniente!, -respondió Pollier, sin poder evitar el dolor que le producía la herida en la frente.

- ¿Qué hay de esos granujas?, -preguntó con repentina avidez el teniente, e hizo un discreto ademan con la cabeza.

- ¡Ea...!, teniente, no me pregunte a mí. Esos ya no pueden llamarse mis hijos- -contestó incomodo Pollier y se quedó absorto examinando los últimos acontecimientos. Luego fijó vista en la pequeña luz amarillenta que amenazaba con apagarse definitivamente, y que curiosamente, dejaba al descubierto grandes zonas de una descarada pintura verde.
 
   Recordó con beneplácito la lealtad de sus marineros, y la serie de aventuras que los unía a ellos. De repente, avanzó dos pasos, cogió al teniente por un brazo, acomodó los hirsutos cabellos que se levantaban artificialmente por la presión de la venda, abrió un poco más los ojos y exclamó.

- ¡Sí claro!, esos granujas. Se apartó del teniente, y se apoyó en el escritorio con los brazos cruzados. Permaneció quieto sin mover un solo musculo. Trató de estirar los pies, y aprovechó de apartar, con punta de la bota, una colilla de cigarro, estiró nuevamente las piernas, comenzaba a acalambrarse. Echóse atrás y apoyó las dos manos en el escritorio. Con una voz serena demandó.

- ¿Tiene un cigarrillo? El teniente tanteó en sus bolsillos y con voz chillona respondió.

- ¡Por supuesto! Tome, en el mismo escritorio están los fósforos, -acotó con rapidez.

- ¿Qué sugiere teniente? El teniente en lugar de responder se quedó cavilando y escuchó, indirectamente, las fuertes pisadas que se escuchaban en el pasillo. El teniente se perdió en sus pensamientos. Por varios segundos no se movió de su lugar, cuando reaccionó se acercó con cautela a Martín y le dijo.

-Que nada le preocupe señor. Necesitamos anular a don Heriberto, al parecer mostró dotes de buen estratega. ¡Mire usted!, hacernos creer que todos habían muerto. ¿Cuándo se le ocurrió formar esa cortina de humo y fuego? Pero, lo que importa ahora es lo que viene, -y el teniente de pronto salió de la pequeña oficina, sonriendo aclaró.

- ¡Vuelvo enseguida señor! En efecto, no transcurrieron ni dos minutos cuando el teniente llegó con un subalterno. El hombre se paró frente a Poller con ajustada seguridad, cuando se sacó la gorra, dejó al descubierto una amplia frente, sudada y con acentuados canales que la cruzaban a lo largo, algunas hebras de su grueso cabello quedaron energizadas por un momento. Poseía un rostro moreno y las partes de su cara, incluida su nariz, parecían aumentadas.

- ¿Qué significa esto teniente? Consultó Pollier, restando lentamente la mirada de los pies arrebujados en sus botas, y depositándola ahora en las grotescas facciones del hombre.

-Le presento al sargento Lebregas. Él tiene información relevante que desea compartir con usted, -manifestó con claridad el joven teniente.

- ¡Oh!, -exclamó Martín fregando la frente con suavidad. - ¿Qué puede ser más importante en este minuto?

-El señor Lebrega permitirá que aclare muchas de las cosas que suceden en este pueblo. Es importante que lo escuche.

- ¡Pues bien, que hable! El sargento moreno y de rostro redondo pronunció sin aspavientos.

-Señor, se trata de Juliet y Dominique, simplemente de ellos.