Entrada 112.
Entonces el hombre antes de continuar, miró a Pollier durante un momento. Estaba inmóvil y sus pensamientos se alineaban recreando antiguas imágenes. Una de sus manos estaba puesta en la cintura, en esa postura buscaba seguridad. Lébregas, de vez en cuando, escupía nervioso, trataba de relacionar las palabras con los hechos que necesitaba comunicar, y después, casi en el acto, la oscuridad de sus ideas tomó algo de luz.
Entonces el hombre antes de continuar, miró a Pollier durante un momento. Estaba inmóvil y sus pensamientos se alineaban recreando antiguas imágenes. Una de sus manos estaba puesta en la cintura, en esa postura buscaba seguridad. Lébregas, de vez en cuando, escupía nervioso, trataba de relacionar las palabras con los hechos que necesitaba comunicar, y después, casi en el acto, la oscuridad de sus ideas tomó algo de luz.
-Cuando llegamos al funeral
señor..., -dijo un poco más vivaz.
-¿Qué funeral señor Lébregas,
de qué funeral me habla? -Preguntó Martín cambiando el lánguido cruce de sus
piernas.
-Ya le explicaré señor, pero
en aquella ocasión todos llevábamos rigurosos trajes negros. Llovía
abundantemente, el cielo claroscuro amenazaba con cerrarse del todo. La
tormenta se asomaba, y amenazaba con chorrear sus gruesas aguas por todas las
calles. Nuestras pisadas iban quedando marcadas en un fango que, a medida que transcurrían las
horas, se transformaba en una arcilla pegajosa.
Las flores del campo santo perdían su olor; los claveles blancos perdían su
vistosa textura y las líneas de agua que la cruzaban las contaminaba con
el oscuro barro. Cada cierto tiempo inclinábamos
la cabeza como sencillo gesto de piedad
y consuelo. Bajo la mirada atenta de un largo séquito el pequeño ataúd
avanzaba. En dos oportunidades me acerqué con el propósito de coger una de las
azas, sin embargo, los conocidos con indulgencia me lo negaban. El séquito
continuaba sin parar, a medida que avanzaban, el suelo iba descubriendo sus raíces
fruto del agua que escurría incesante. Cuando mis pies tropezaron con la hierba
aligeré el paso para ver de quien se trataba. Entonces observé el dulce y
desolador ataúd de un niño. Ahora la suave lluvia caía silenciosa como sintiéndose
culpable de llevar, en su incoloro flujo, el sueño inocente de aquel pequeño. A pesar de la
tristeza que embargaba a todos, nadie lo mencionaba, y más bien, centraban la atención
en los jóvenes padres. Acuciosas las miradas de los asistentes, les
escudriñaban en cada uno de los movimientos que realizaban, y movían la cabeza
sin lograr comprender. Al cabo de dos horas en séquito se detuvo en la tierra
ennegrecida; las señales de flores indicaban el lugar en el que reposaría
definitivamente. Con el corazón apesumbrado cerré los ojos y elevé una oración,
sobre todo cuando, escuchaba murmuraciones que no lograba interpretar. Entre el
barro y el frondoso ramaje de un lugar que cubierto de soledad, se escuchaba un
solo y poderoso murmullo:
-¡Ellos son hermanos!
Y ese vago murmullo se perdía en la
incisura de unas nubes que no cesaban de llorar. Aumentaban las murmuraciones y
con ella crecía la incordia, la manifiesta adversión hacía los jóvenes padres,
y el secreto de ambos que comenzaba a trisarse.
-¿Quiénes eran esos jóvenes?
-preguntó Martín Pollier, agitado y atento al relato del sargento.
-¿Y por qué estaban en el
funeral de un infante? -insistió claramente asustado. El sargento alzó los ojos
marrones, y su voz aguda se fue apagando. Miró con extravío a Pollier y
experimentó por él cierta melanconia; su postura rígida y segura se fue
desmoronando y comprendió, con profundo dolor que Martín Pollier pretendía dar
forma a los personajes que él había descrito.
-¿Por qué usted Lébregas
estaba en ese lugar? -añadió Pollier pensativo.
-Usted señor, usted había
solicitado escolta..., estaba ahí por decisión suya.