Atlantis Neo-06

Un joven astronouta aterriza de forma sorpresiva en el patio de un colegio.

Camilo también es un ángel

Camilo, que ha nacido de una relación incestuosa intenta desesperadamente sobrevivir.

Una Teoría de tu belleza

Las Aventuras, desesperanzas, y afanes de una familia en Cosquin .

Cartas a Verónica

Verónica,cada vez, que puedo recordarte, al encontrarme con tu mirada, me voy retirando de ella, con la pasión de entonces.

Los sueños de Konie

Los sueños de una joven de secundaria que intenta superar sus sombras del pasado,y se proyecta como una mujer libre,espontánea, natural.

martes, 27 de junio de 2017

Camila Angélica, entrada 129.


Entrada 129
 
Martín Pollier se detuvo un instante para seguir  un destello de luz que desordenado ingresaba por un pequeño orificio. Miró con atención y se separó del grupo. Llevaba una camisa arremangada, y sus pies seguros tomaban dominio del estrecho lugar. Al salir contempló un día muy silencioso, tranquilo. El movimientos de los matorrales había cesado;  y el recorrido de las nubes siempre lento, ahora era nulo, y estaban las nubes suspendidas disfrutando de su liviano peso. Una delgada llovizna cayó sobre los cabellos de Pollier, y su camisa, a la altura de los hombros, comenzó a empaparse imperceptiblemente. Caminó lento, levantando la vista al cielo, observando con suma atención aquel paisaje gris,  sembrado de arbustos que estaban teñido de un verde oscuro casi mágico. Tocó algunas  hojas de las cuales escurrían diminutas pintas de agua, estas al caer el suelo se desperdigaban aleatoriamente.  El sereno rostro de Pollier, comenzó a empaparse de agua, algunas gotas se quedaban en sus parpados, y se quedaban allí hasta que sus ojos resignados y claros, se cerraban suavemente.

   La llanura extensa que se abría delante de él estaba llena de vida, los árboles y los vegetales, se erguían sólidos al contacto del agua, y el suelo antes yesoso y pobre, se llenaba de ricos minerales.  Pero de pronto, su mirada descubrió, detrás de la delgada cortina que formaba la llovizna, una casa  de color magenta, oscurecida aún más por la humedad que impregnaba la madera. Contempló la casa con profunda mirada, luego desasiéndose de aquel paisaje húmedo y solitario, permitió que se deslizara por su mente una delgada línea de sus pensamientos. Enseguida, resonaron las lejanas voces del pasado, algunas sombras de inmediato se deslizaron a su alrededor.

  Aquella casa, por la cual paseó detenidamente la mirada, llenó su alma de una inmensa desolación. Antes de acercarse, al pasar, alargó la mano y cogió algunas cerezas, después una escueta sonrisa asomó por sus labios. Sus ojos se hendieron blandamente en la extraña atmósfera de aquella casa, de súbito un gritó le sacó de sus recuerdos, recuerdos lejanos e invisibles. Un momento después subía nuevamente por ellos lenta y sigilosamente, y el alma asomaba sus ojos para ver lo que captaba el corazón. El alma, esa avecilla que revolotea en los ojos y sobre todo en el corazón.

 Aquellos recuerdos estremecieron sus músculos, y un leve escalofrío se desvaneció en la frialdad de ese día. Con impactante claridad, comenzó a descubrir que esa casa era la de sus padres. Allí había nacido, y surgió de pronto él cálidos recuerdo de sus padres. Se agitó por un  momento, jadeo, respiró con algo de dificultad.
   El hechizo de esa casa le fascinaba, y pensó en toda la vida que, en algún momento, se había desarrollado en ese lugar al alero de un fogón de llamas brillantes y de ondulante color amarillo. Se encontró frente a frente con la casa, y no encontró a nadie. Permanecía la estructura, pero sus residentes se habían desvanecido, ya no estaban. Le pareció ver la imagen de su hermano Joaquín, e impulsivamente se encaminó hacia él, al intentar abrazarlo, muy luego esa figura se desvanecía entre sus brazos. Pronto murmuró con desaliento:

-Ya no está, no puedo palparlo, tampoco sentirlo, es simplemente una borrosa imagen del pasado.

En una mirada desfalleciente recibió la clara imagen de su sobrino Ismael, de inmediato resonaron sus gritos en sus oídos, aparecieron también sus juegos y travesuras. Aparecieron ante sus ojos toda la convivencia que, de vez en cuando, les alegraba como familia, los recuerdos poseían la claridad de los rayos de sol, mientras continuaba pensando en todos quienes habían dado vida y alegría a esa casa, ahora ya no estaban, se habían ido, o, lisa y llanamente, se habían precipitado por las rectilíneas circunstancias de la vida, o quizá, se habían sumergido en los pantanosos senderos del existir.
 A un costado de la casa aún se conservaba el  espacio reservado por sus padres para que construyera las quillas de los incipientes barcos que ideaba su mente adolescente. 

-Las costas son bajas, -le decía su padre, esa quilla tiene que ser sólida. Después, en el pedregoso estiaje de un río se dedicaba a probar la fortaleza de esas quillas.

 Y ahí estaba, mirando conmovido, no la casa, sino  la vida de las personas que le habían dado el calor y el sentido. Por más que hubiese deseado abrazarlos, eran una idea imposible. Imposible por la acerada persistencia del tiempo que no devuelve lo vivido, e inútil  por la obcecada fragilidad de los recuerdos. Detrás de las desoladas paredes de esa antigua casa, él alcanzaba a vislumbrar las alegrías y las penas que se habían fraguado, y que ahora, con inusitado desconcierto descansaban únicamente en su corazón. Martín Pollier comenzó a sembrar su alma de estrellas, esas estrellas a las que había amado con el alma. Estrellas a las que no lograba olvidar, y que surgían de cuando en cuando, de las profusas fisuras de su corazón. Antes de regresar, alcanzó a contemplar el hermoso color malaquita de algunas piedras, y se detuvo a observar el verde color de las hojas que sostenía un madroño, y de esférico fruto rojo. Movió suavemente sus ramas, y exclamó:

-Ellos no regresaran ¡Nada de lo que vivimos retornará!  Retrocesión, tiempo, ilusión. -y cuando daba los primeros pasos para regresar, la tibia humedad de sus lágrimas llenaron sus pupilas, no obstante recordó, reestructurando parte de su entereza que un Pollier no debe llorar.


Vicente Alexander Bastías.

lunes, 12 de junio de 2017

Entrada 128. Camilo también es un ángel

                                              
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Entrada 128
 
La intensa claridad de un cielo galvanizado tocaba el horizonte y parecía besarlo. Los hombres, estaban repartidos en distintas áreas del tutinji-argentino. El  mar por primera vez estaba en calma, y el suave movimiento de su oleaje se dejaba dorar por la tibieza de un sol rutilante.

  Algunos marineros en cubierta respiraron más aliviados al ver la cercanía de las islas.  Las enormes masas de agua descansaban, quizá reconcentrando sus fuerzas. Mirando, tal vez, con su frente sobre la superficie,  su base vasta y profunda  desde la que surgía su potencia descontrolada, sin embargo, el mar golpeaba el casco al tutinji-argentino con extrema delicadeza, como si quisiera que esos tripulantes llegasen definitivamente a buen puerto. Los hombres se miraron unos a otros denotando enorme satisfacción, se acercaron al costado de la cubierta, y apoyados en la baranda, esperaron que el barco se acercase un poco más a la costa. El cura conventual, apresurado en su  caminar, resbaló perdiendo el equilibrio, y, en su intento de no caer, chocó de frente con el (mástil del medio), lo que provocó la risa del resto de la tripulación, se rieron hasta el cansancio. Al lograr estabilizarse, el cura habló recriminando.

-Al que se burle nuevamente, se alza pena de ex-comunión. Y al verlo tan desencajado en su rostro, y sobre todo,  al mirarle el pelo desordenado que parecía un plumero, volvieron a reírse con más ganas. El cura habló de nuevo sonriendo.

-¡Ya mis hijos!, ustedes saben que les he perdonado.

-¡Oye cura!, -no te olvides de bajar con las ostias que tenemos hambre, -exclamó el más viejo.

-¡No, no!, llevaré el vino de misa..., todos hemos llegado con sed.

-¡Ja, ja, ja! -Rieron al unísono, incluso Martín Pollier que se ubicaba expectante a la orilla de la proa, sonrió de muy buena gana. El cura de pies estevados, logró reincorporarse y se dirigió a la proa, lugar en el que estaba Martín Pollier.

-Mire cura, vea usted cómo la sal corroe el acero más firme y grueso, como lo carcome hasta dejarlo más delgado que una capa de cebolla. Este metal que en un momento limpio y brillante, ahora ha tomado el color del ocre, y en algunas partes, como usted puede ver, toma un sucio color amarillo, es el óxido de hierro que comienza a formarse, en un tiempo más, lo que fue grueso y robusto se desintegrará, hasta convertirse en polvo. Como nosotros padre, de esa manera será. Pollier y el cura cruzaron la mirada buscando ciertas coincidencias, después Martín dirigió la mirada a la playa de la isla, suspiró y dijo.

-¡En fin padre!, luego seguiremos conversando. Hemos llegado a puerto; tenemos que bajar.

 -Qué buscamos  en este lugar, -intervino un tercero  que se esmeraba en ordenar una soga gruesa.

-No buscamos nada. Simplemente, nos dirigimos al lugar donde descansan esos pequeños; y junto al padre, les daremos una digna y cristiana  despedida, -expresó pronto Pollier reflejando en sus palabras extrema tristeza. Enseguida,  los hombres se dispusieron a desembarcar. Creyeron que con ese rito, ya nada perturbaría el cuerpo y el alma del alborean. Ya no reflotarían esas extrañas sustancias que en algún minuto les había atormentado. Martín Pollier habló de nuevo, pintando una pequeña sonrisa en sus labios.

-Me es fácil admitir, que todo esto nos apartó de nuestras aventuras, pero debo reconocer, que después de esto recomenzaremos con más brío y entusiasmo. El plumaje de fiesta sólo lo vestimos en el nacimiento y en la muerte. En el nacimiento porque nacemos, y en la muerte porque también es una forma de nacimiento, y en la que hemos de tener una vida más larga, sumergidos, lógicamente, en la conciencia de todas las cosas, suspirando en los largos brazos del infinito. En un instante amigo, nos daremos ese abrazo que hemos buscado toda la vida. Pero no hay que temer, ese brevísimo  trozo de tiempo que hemos vivido, se transformará en una eternidad. Puede ser complejo, algo confuso, puede ser algo hasta incomprensible para todos, sin embargo, por lo que respecta a mí, no me cabe la menor duda. En más de alguna ocasión fue tema de conversación con mi amigo Heriberto.

-Gino, silabeó unas palabras ininteligibles. Un poco más allá el capitán carraspeó un par de veces, y Martín pollier descencendía con sumo cuidado del barco, pronto, una vez que sus pies se hundieran levemente en la arena mojada, miró alrededor, y dirigió la mirada al joven que había visto en la entrevista con el teniente. Se oyó con claridad el transparente agizar de las olas que retornaban al mar cada vez que tocaban sensiblemente la orilla de la playa, con la sensación de un tacto áspero y duro. Pronto fue el turno del teniente que bajó también con precaución y que no pudo evitar que la subida de una ola le mojara hasta las rodillas. Levantó la cabeza, y se detuvo a mirar cómo Martín Pollier llamaba a aquel joven. Desde hace unos días Pollier se estaba preguntando sobre la permanencia de ese joven entre ellos, y pensó que era el  momento propicio.

  Antes de eso, comenzó a explorar el lugar y muy pronto realizó un diagnostico exhaustivo. En dirección al norte las rocas ingresaban plenamente al mar, en el lugar en el que se encontraba la costa era arenosa, y una cantidad considerable de playeritos de plumas blancas y ceniza, alzaban el vuelo con llegada de la tripulación, en cambio, hacia el sur no había playas, sólo acantilados. Logró ver, además, infinidad de gaviotines pico amarillo, y varios petreles que planeaban a ras de las olas.

   Minutos después estaban caminando en una doble fila, pisando piedras en el curso medio de un rio medianamente angosto y seco. En las orillas, abundante vegetación, sobre todo residuos de pastizales costeros, estas acompañaban a las raíces de los árboles, que como pies, se mostraban a la vista. Habían comenzado a caminar en la ancha desembocadura de un río, y esperaban llegar al,  curso alto del río lo antes posible. Era en realidad un atajo que conocían los marineros, y siempre que transitaban por ese lugar, les llamaba la atención la aridez del lugar, y sobre todo, la enorme cantidad de piedras  que se desparramaban en el lecho del río. De vez en cuando, pasaban gritando de forma bastante estridente,  una bandada de loros tricahues tan temidos por la gente del pueblo. Gino insistió en agregar algo, todos lo miraron, hubo un silencio prolongado.

-Es por aquí señor, es este el lugar, la cueva en la que nos topamos con la sepultura. Recuerden aquella inscripción que decía: “Camila...1724”, o algo así, una parte de la inscripción estaba borrada. El primero que asomó la cabeza por  la enorme abertura fue el cura, con una potente voz que tronó en el interior. Al interior algo resonó de repetente, todo quedaron en silencio, esperando. El cura, sin temor alguno, ingresó al hoyo encogiendo el extremo los músculos, logró ingresar, y muy pronto, al soltarse, cayó en seco con los pies sobre tierra firme.

-Pueden bajar, -sostuvo jactancioso. Enseguida bajó Gino. Al caer, de inmediatamente  levantó el mentón y vio, alrededor de un circulo iluminado parcialmente por destellos de una luz amarilla, tres cabezas negras que se asomaban. Martín Pollier, que tenía la dureza de la roca, permaneció largo tiempo acodado mirando hacia el interior, pensaba si lo que afirmaba Gino era verdad. Lanzó una piedra para calcular profundidad y preguntó. .

-¿Estás seguro que este es el lugar?

-Sí, este es el lugar, -respondió Gino. -Martín pareció alegrarse, y sus ojos se abrieron expectantes

-Entonces, allá vamos, y se lanzó.

-Tengo mejor estado físico que ustedes curita, -dijo socarrón Pollier.

-¿Tú con las hierbas tónicas, no? Como no vas a estar mejor que yo... ¡Toma fanfarrón!,
-añadió el cura y le lanzó una cantimplora de agua.

-No me refería a su gordura curita, usted me mal interpretó. -Luego sonrió de buena gana al ver que el cura conventual estaba nuevamente colorado. De pronto Gino y el teniente llamaron.

-¡Está aquí hemos llegado al lugar! Gritaron al unísono el teniente y Gino, bastaron pocos segundos para que Pollier, el cura, el joven desconocido, el coreano, el contramaestre, el pescador de pelo colorado, el sargento Lébregas, y el resto de la tripulación se encontraran frente a frente con la tumba de los pequeños. De inmediato, todos permanecieron inmóviles, en el más de los absolutos silencios. Disipándose de ellos la nube supersticiosa que los había acompañado. Algunos se estremecieron, otros incómodos no supieron qué hacer. La caverna oscura y silenciosa, acogía a aquellos hombres que, inmensamente conmovidos, no sabían si llorar o retirarse.

-¿Dónde está Antoine?, -preguntó Martín.

 -No le hemos visto en todo el día, -respondió el capitán.
-¿Y esa chica Camila?

-Tampoco señor, bastante tiempo que no se le divisa, -respondió el joven.

-Eso no es cierto capitán, ellos si están..., están frente a nosotros. Están enterrados en este lugar, y agregó.

-Para que  nadie los olvide, han de permanecer en la memoria de este pueblo: La pequeña Camila, el niño Camilo, y el que fuera el más pequeño de todos, Antoine Alonso, -concluyó sus palabras  un acongojado Martín Pollier.

- Todo esto comenzó en el Parque je t'aime, -pensativo comentó el capitán.
-¡Capitán!, exprésele a tía Elena que espere el amanecer..., sus penas pasarán. Además dígale a Anne-Laure, que la belleza de su hija Camila no estaba en la belleza misma..., sino, que estaba en la profundidad de  sus ojos.


Vicente Alexander Bastías.

miércoles, 31 de mayo de 2017

Entrada 127. Camilo también es un ángel.


Entrada 127
 
Si esas imágenes del pasado reflotaran desde la memoria, de una nebulosa contradictoria. En qué momentos se llega a pensar que todo lo que hemos vivido ha sido correcto. Llegamos a pensar que la inocencia de la niñez fluía en nosotros de una forma incondicional, (y pensamos), en qué instante la realidad nos señaló lo equivocado que estábamos. Ahora quedan como famélicas imágenes del pasado lo que hemos vivido, sin la posibilidad de resarcir, de rearmar, de reconstruir, lo que está dado. Y vamos hurgando en la conciencia, buscando las pequeñas presencias que iluminaron tan felizmente nuestras vidas, y nos quedamos en eso, hasta que el tiempo nos consume de manera inexorable. No soñábamos, vivíamos, y todo eso era tan real, por eso quizá un sueño, una vida, se desvanecen en el brillo de miradas agotadas. Y es probable, que en algún punto de estos pensamientos se deslizara Anne-Laure para comprender que la vida, aunque nos digan lo contrario, no existen una segunda oportunidad. Ella, al recordar se quedaba pensando, y en efecto, concluía que la verdad que la acompañaba era más maciza que la plata. Estaba tranquila, ese momento estaba impregnado de desabridas realidades.

A través de la ventana observó la extraña forma que tomaban los árboles en la mañana, parecían tristes, al igual que ella; los gorriones gorjobeaban sin dejarse ver; y la neblina misteriosa de ese momento, parecía husmear en su conciencia. Anne-Laure, sin hacer mayores movimientos, contempló cómo esos árboles y sus ramas se agitaban imperceptiblemente, y al mirar en todas direcciones, parecían decirle adiós.

Con suaves ademanes, iba arreglando sus cosas, sin apuros, y casi sin ánimos. Pensaba partir, y dejar todo ese mundo atrás. No lo necesitaba, en términos más precisos, desde hace mucho tiempo su mente y su espíritu viajaban por otro lugar. Por eso quizá, necesitaba realizar el acto material de arregla sus cosas, y confirmar lo que sus pensamientos le señalaba, ella se había ido a lugares inexplorados, se había trasladado a paisajes y, sobre todo, a los pasajes de una mente que ya no era incondicional, y que pupulaba por realidades inexistentes. Con austeridad y con ritos sacramentales, preparaba una maleta, en ella guardaba el pasado al que no podría renunciar.

Ella, aún conservaba esa extraordinaria belleza que capturaba todas las miradas, belleza de cabellos claros, de piel blanca y formas deliciosamente delineadas; y unos ojos, que al igual que los panales, concentraba la esencia de su miel; de una claridad indescriptible que provocaba sutil, es deleites, profundos desasosiegos, infinitos placeres. Anne-Laure, y el amor, en su tiempo había sido una realidad copulativa.

-¿Cómo es eso?, -preguntó con una voz minada por el cansancio.

-¡Hija! Tienes que venir conmigo. No te quedarás en este pueblo.

-¡Sí, claro, mamá! Iré contigo. -Se respondía así misma, mientras imaginaba ver a su pequeña hija sentada al borde de la cama. 

   La luz de una pequeña lámpara fijada en el velador, luchaba por no extinguirse, y la triste sombra que proyectaba en la pared, transformaba esa escena en algo mucho más patético. Anne-Laure estaba absorta, contemplando gustosa la sana y expresiva cara de su hija.

-Nos iremos al mar mi pequeña. El mar nos espera. ¿Nuestra residencia?, sí mi amor esa será nuestras residencia. ¡Hija!, acomódese el vestido, -dijo con beneplácito, luego tomó a la niña del brazo, y creyendo verla, imaginó que la acompañaba. Afuera abrió una desarmada verja, que colgaba de dos pernos oxidados. A pocos metros se escuchaba el mar, se encaminó a la playa. Después de caminar unos pasos, hizo una pausa y manifestó en voz baja.

-¡Caminemos hija, caminemos! Muy pronto sus pies rozaron la ondulación discontinua de las olas, y comenzó a caminar. Avanzaba tranquila, el fugaz resplandor de una ola iluminada por la luna, le advirtió que el agua le llegaba a la altura de la cintura, no obstante aquello, continuó caminando, cada vez con más dificultad. En medio del mar, una fosa a sus pies, la hundió completamente, trató de salir a flote, pero otra ola, la hundió por segunda vez. En la inmensidad de la noche se escuchó un leve quejido, después el cuerpo fue tomado por la fuerza de las corrientes de agua, y lo llevó mar a dentro. En la absoluta soledad del mar, sólo se escuchó una última voz:

-¡Mamá!

Vicente Alexander Bastías.


-Señor Pollier. ¿Alguna vez se arrepentirá tía Elena?
-¡De qué me está hablando Don Heriberto! El diablo nunca se arrepiente.

domingo, 28 de mayo de 2017

Entrada 126. Camilo también es un ángel


Entrada 126
 
-¿Paseando?

-¡Don Heriberto!,  qué gusto verlo ¿Cómo está usted?

-¡Bien, muy bien señor Juliet!

-¿Qué les trajo  a este lugar? -alcanzó a preguntar el otrora administrador del pueblo. Estaba más delgado, denotaba su rostro extremo cansancio, a pesar de que aún conservaba cierto vigor para desplazarse y caminar, no obstante aquello, demostraba que el nivel de energía que externalizaba antes,  había disminuido considerablemente. Incluso sus ojos todavía  refulgían con intensidad, y a lo lejos parecía que atesoraba el brillo de un diamante. Algunos sostenían que era el contacto con los libros que daban a ese mirar un sesgo de  cierta pureza madura. Sin lugar  a la duda, el filósofo del pueblo, ya no era el mismo, y en muchos aspectos había cambiado, el esmeril de la vida había realizado su trabajo natural, y como a todas las cosas, había originado el desgaste paulatino y silencioso. Pero él lo asumía con tranquilidad, porque el trepidar  discreto que consume la vida, tocaba a todos.

   Don Heriberto quedó con  la mirada fija en el rostro de Dominique, y de inmediato recordó, a esa pequeña corriendo por los largos pasillos de la mansión, jugando desaprensiva, con su largo pelo dorado colgando entre sus hombros. Entre ese instante y aquel había pasado tan escaso tiempo que le parecía nada. Ella alzaba sus dedos y él  los recogía entre sus manos, ella levantaba los brazos y él la tomaba en sus brazos. Después caminaban y buscaban en alguna de las recamaras a Martín Pollier, que al verla se alegraba, y tan pronto de diluía esa felicidad, le amonestaba cariñosamente por interrumpir en sus horas de trabajo. A pesar de todo, no era posible amar más a esa niña bella y traviesa. Pero en poco tiempo tanto había cambiado que don Heriberto llegaba a desconocerla. El hombre se acercó a Dominique, la atrajo hacía sí y tomó su cabeza, besó su frente..., y le dijo casi bisbiseando:
 -Eras...eras tan bella. Luego dirigió la cabeza, buscando la mirada de Juliet que lo observaba con atención. El joven permanecía callado con una de sus manos en la cintura a la usanza de los hacendados, después manifestó en voz baja.

-Le profesamos un gran afecto Heriberto, siempre agradeceremos el apoyo que nos brinda.  Don Heriberto volvió a examinarlos con  más detención, se arrimó a una roca, una vez que la limpio, se sentó tranquilamente. Buscaba una oportunidad para hablar, no sabía si era el  momento preciso. Miraba a la nada. Allí estaba, esperando que el dolor del brazo se le quitara; con los dos jóvenes expectantes a las palabras del hombre que se negaban a salir.

-Las palabras Juliet contienen una vida para armar, arman vida y construyen mundos nuevos.

-Sí, claro. -Contestó Juliet, sin prestar mayor importancia a esa sentencia.

-Si no fuese por las palabras, ni usted, ni yo estaríamos con vida. Es la palabra la que nos permite respirar. La palabra, el logos de los griegos. La virtud nos permite caminar y tener coraje para enfrentar la vida. Salvo que, Dominique y Juliet, la palabra ha creado en ustedes la muerte, la han sembrado porque la han declarado.
O, si no, díganme, qué sucedió con esos infantes que han muerto en sus manos. Ustedes dieron una vida que sabían perfectamente que se transformaría en polvo. Si son hermanos, ¡lógico! ¿Cómo no pensar que es una aberración? ¿Dónde quedó en ustedes el buen juicio, el buen criterio? Saben que no hay nada que tape un pequeño trozo de nesga, todo queda al descubierto. Juliet hallábase absorto, sin lograr comprender el alcance que imprimía don Heriberto a sus palabras. No deseaba cuestionar ni interrumpir, simplemente deseaba que el rollo de palabras que todavía guardaba el hombre saliera de una vez por todas. Juliet y Dominique estaban quietos, escuchaban sin comprender. Don Heriberto empezó de nuevo, se alejaba a intervalos de la realidad para recuperar las palabras precisas. Volvió a mirar a los muchachos, suspiró y sus palabras apacibles cobraron animosidad.

-¡Juliet, Dominique! –Reiteró,- Su padre les envía sus saludos.

-¿Por qué? Qué sabes de Pollier -indagó Dominique confirmando sus temores.

-Mucho, sé mucho de Martín; un buen hombre. Él les envía estos saludos.

-¿Acaso le has visto? ¿Has hablado con él?

-Así es, desde un comienzo. Una vez que comenzamos a descubrir los muertos que iban dejando tras sus pisadas.

-¡Eres un traidor Heriberto, debería matarte! Explica, qué significa todo esto. Don Heriberto se levantó con cautela, y de inmediato aparecieron a sus espaldas dos hombres con escopeta. Examinaron con acuciosidad el lugar y  fijaron su atención en los dos jóvenes. Pertenecían a la tripulación del alborean, ellos permanecieron en silencio detrás de don Heriberto.

-Qué significa esto, -preguntó atónito Juliet.

-Son los saludos que les envía Martín Pollier. -respondió el administrador.

-Porque resultaba imperioso encontrar una forma de descubrir lo que había pasado con esos ángeles, y concluimos que no era posible que esa historia se prolongara.

-Estás confundido Heriberto, esto se puede solucionar,-manifestó con extrema inquietud Dominique.

-No existe manera de llegar a acuerdos, Martín Pollier ya tomó su decisión. Ustedes deben morir.

-¡No!,-objeto descontrolada la muchacha, luego arguyó.

-¡Te daremos todo, todo lo que tenemos! -Insistió con pasión un confundido Juliet.

-Juliet, Dominique, entendámonos. Por esos dos pequeños que han muerto, que al darles a la luz ustedes condenaron a la oscuridad, y que han permanecido como espíritus durante tanto tiempo en este lugar. Es tiempo, es tiempo de que ellos descansen en paz. Porque no era sólo Camilo, sino también Antoine quienes desean descansar en paz

-¿Qué? ¿Por qué Antoine, si lo vemos todos los días?

-¿Por qué Antoine? Porque Antoine es el primer hijo que se les murió. ¿Cuánto vivió Antoine? ¡Sí, sí!, creo que siete días, y Camilo? Solo unos meses más. Fue el espíritu de Antoine el que develó la suciedad de sus almas. Y ese chico que veíamos apesumbrado, solitario y triste, algo nos comunicaba con su silencios y con sus gestos. Por el contrario, Anne-Laure tendrá que convivir con la idea de que en este preciso momento podría haber estado disfrutando de un hijo, pero esa es otra historia, que ella junto a tía Elena tienen que resolver. Don Heriberto, mirando sus zapatos rotos, con súbita inquina respondió al ofrecimiento de Dominique.

-No existe dinero muchacha, ni lealtades ajenas que me separen de Martín Pollier, gané tu confianza, permanecí al lado de ustedes, todo porque Pollier lo ordenó.

-Qué pasó entonces con Isabelle? -Alcanzó a preguntar asustada Dominique.

-Ella, está tumbada al interior de un barco con destino a algún país de áfrica, allí deberá permanecer, por haber urdido este complot contra Martín, o quizá esté chapoteando en las gélidas aguas del ártico. Yo, en cambio, sólo me presté para esto.

-¿Y tía Elena?

-Ella está en  su casa, es decir, enclaustrada en su habitación. No ha salido de allí por meses. Esperamos con esto que la tranquilidad llegué a este pueblo atormentado por espíritus de ángeles que pudieron haber vivido. ¿Y cómo es que ella aceptó también todo esto? Por qué permaneció en silencio, sabía que nada de esto estaba bien.

 Una ráfaga de viento, levantó algunas hojas amarillas y secas, y se las llevó mar adentro. Se escuchaba el sonido del mar, y el vaivén incesante de los buques. Comenzaba a aparecer la neblina, y sus sombras livianas se acercaban a ras de suelo y sobre la cabeza de los hombres, después de unos breves segundos sólo se alcanzaban a divisar las luces de algunos barcos. La tupida neblina enfrió los cuerpos; el cielo a medida que esta avanzaba disminuía su brillo. El rumor del agua rompía y golpeaba en alguna quilla. Don Heriberto, al ver la desfigurada forma de uno de los buques recordó que a Juliet siempre la había encantado armar barcos, y los hacía a la perfección. No había nada más que agregar, y antes de retirarse ordenó a los marineros.

-¡Ejecútenlos! Después del disparo de las escopetas, los cuerpos pesados se desmoronaron en la arena, luego en silencio, nada más, ni el ruido del mar, ni un grito de gaviota, sólo el silencio espeluznante de la neblina.



Vicente Alexander Bastías

Entrada 125. Camilo también es un ángel

Entrada 125 

-Dominique, no debes preocuparte. Hemos pagado el silencio de quienes nos rodean.
¡Vamos!, dedícate por ahora a caminar, tienes que tomar firme mi brazo. Arriba ese ánimo hermana.

-Me preocupan muchas cosas querido Juliet. Es cierto, don Heriberto nos  salvó, ese brebaje natural regresó a nuestros cuerpos el movimiento, pero conozco a mi padre..., puedo esperar cualquier cosa de él. Juliet no respondió, y más bien, se quedó observando el jaspeado color de las rocas, en ellas había crecido abundante musgo, se extendía suave abrazando irregulares accidentes de la enorme piedra. Sus pensamientos quedaron suspendidos, declinando lentamente a una zona oscura, y en la que permaneció, frente a sus peores temores.
Sacudió la cabeza por un instante tratando de deshacerse de esa zona que se presentaba ante él como un fragmento incierto e inestable. Y comenzó a caminar más lento, con movimientos livianos, buscando los planos de la tierra, extendiendo sus sensaciones más allá de sus pies. Envuelto en sus pensamientos como si estos fuesen un globo que le transportasen, liviano, flotando..., soñando. De repente, dentro de sus erráticas divagaciones, alcanzó a visualizar el blanco rostro de Dominique, y se preguntó cómo, cuándo y por qué había caído en esa extraña relación.
Con afán desmesurado  buscaba la respuesta precisa, pero en cada uno de sus intentos estas escapaban fugaces, sin permitir siquiera que una voz respondiera a sus interrogantes. ¿Cuándo fue? No lo sabía. ¿Cómo sucedió? Tampoco había respuesta, y luego se quedaba su pensamiento encendido como luces de navidad, esperando que una corriente de lógica le contestara a esa inquietante realidad que le atormentaba continuamente. Porque, porque de verdad que Juliet, no estaba conforme, y había asumido la actitud displicente de quien se niega a cuestionar el motivo de sus acciones. Pero, a decir verdad, una sola cosa tenía por cierta, y era que, se había acostumbrado a la magia y a la sensualidad de Dominique. Ella lo atrapaba, y cada vez que deseaba partir, ella le recordaba la promesa que le hiciera un par de años atrás, y él se quedaba suspendido, como en ese instante, buscando otras formas, otras soluciones, otras maneras distintas de escapar..., debía confesar al final de todo, o que nunca lo lograba. Ahora gravitaba en esa enrarecida atmósfera de la que se  consideraba un huésped atrapado. El tono rojizo y verde de unas banderolas le trajeron de vuelta a la realidad,  a su lado Dominique le repetía con insistencia:

-Contéstame Juliet, contéstame. -Juliet, se detuvo sorprendido, escapando cauteloso de la atmósfera de sus pensamientos. Escuchó unos silbatos de buques que llegaban con estridentes sonidos, repartiéndolos a lo ancho del mar. Se detuvo, y esperó sonriendo a la chica, en instantes ella tomó su mano e insistió.

-Martín es arrebatado, en cualquier momento vuelca su rabia contra nosotros. Sabemos de qué es capaz, -advirtió ella preocupada. Ella hizo una pausa, luego continuó.

-Tenemos que marcharnos, es preciso hacerlo. Puede ser esta una oportunidad, Martín no nos va a perdonar. Tiene motivos suficientes, y si no los tuviese, los inventaría. Es un viejo astuto e inteligente.

-No te sigas atormentando Dominique, es preciso razonar. Me pregunto si sus leales marineros aún les interesa el oro que esconde Pollier, quizá por ahí tenemos alguna solución, -contestó Juliet, haciendo un ademán, para deshacerse del encanto que le provocaba mirar el verde tenue del húmedo musgo. Después continuaron caminando en silencio.

-Sí, claro, algo de eso escuché -respondió Dominique suspendida brevemente en su descubrimiento. Sin poder contenerse ratificó.

-Sí, eso es lo que escuché. Luego cogió a Juliet por el brazo y más tranquila preguntó.

-¿Qué llamaba tu atención querido?

domingo, 9 de abril de 2017

Entrada 124. Camilo también es un ángel


Entrada 124.
 
 La cadena de sucesos, relatados por Antoine, mostraba una historia perfectamente armada, y en la ilación de los elementos, no se visualizaba grandes contradicciones, a pesar de esto, Martín Pollier escuchaba con desgano las palabras del muchacho. Pensó, por breves, segundos, agujerear de algún modo esa historia, que, a sus oídos, sonaba ajena, casi escandalosa, sin embargo, llegó a su mente otro cuestionamiento, más poderoso y determinante, que de algún modo salió en forma de pregunta.

- ¿Dónde estaba yo Antoine, explícame por favor, ¿dónde estaba yo?

-Usted viajaba señor, siempre viajaba.  Al parecer, no vio crecer a sus hijos. Ahora, los pensamientos de Pollier eran más livianos, y las ideas, cuán puntos incandescentes, no dejaban de quemar sus reflexiones. Después tomó su cabeza con las dos manos, eran tenazas que la tomaban casi en su totalidad, cerró los ojos, suspiró, y determinó quedarse inmóvil, apenas respirando. Luego sostuvo.

-Quizá tengas razón, pequeño rufián. Me distancié demasiado de ellos..., fue a toda vista, un enorme error. Pero me preguntó: ¿Puedo ser yo, el guardián moral de los demás? Probablemente sí, tal vez no, en realidad no lo sé, no obstante, los hechos están a la vista, y son aquellas acciones las que me atribuyen cierta responsabilidad. Ahora que lo pienso, estaba molesto contigo, me había convencido, de que eras el más tonto de los tontos, sin saber, obviamente, que conservabas una verdad invisible a nuestros ojos, y al de muchos ojos más. Sólo para premiarte, te nombro segundo hombre en el tutinji-argentino..., espero que no encalles.

- ¡Gracias señor! No hablé antes porque Juliet y Dominique me habían amenazado, pero era tan grande mi necesidad de comunicar, que fui tomando con el tiempo, esa postura extraña que a usted conocía, y que le molestaba. Antoine tocó su barbilla, y logró esbozar una escueta sonrisa, luego perdió la postura rígida que había asumido, y su columna se desmoronó como una hilera de dados.

-En la vida Antoine, tenemos que pisar con firmeza, hay que pisar fuerte, así actuamos los hombres. A esos desgraciados, entregué todo lo que puedas imaginar; proporcioné a cada uno un negocio para que obtuvieran éxito, y nunca, en ningún instante, agradecieron el regalo, es más, pensaban estos mal gradecidos, que a mí me estaban realizando un favor. ¡Qué ironía Antoine, qué ironía! Desaparecí un par de meses, y el negocio se terminó. Así como lo levanté, fui capaz de ponerle terminó. Ahora, están pagando sus errores, sin poder deslizarse a ninguna parte.

-No me parece señor, -respondió muy despierto Antoine..., -Los vieron, antes de ayer, caminando, bordeaban felices las grandes murallas de la mansión, allá en nuestro pueblo...


- ¡No.…, no es posible!

viernes, 7 de abril de 2017

Entrada 123. Camilo también es un ángel.


Entrada 123.
 
 Juliet, -cuchicheó al oído de Dominique. -Compartiremos la habitación, sólo si no te incomoda.

-De ningún modo hermano, de ningún modo, -contestó efusiva Ella, y ofreció elegante su mano delicada. Ambos se examinaron largo rato, y el candor de sus miradas brillaron como espejos. Juliet se dirigió a ella tranquilo y respetuoso, dejando atrás las miradas de Lébregas y Antoine, que mudos, se miraban sin comprender la anunciada y manifiesta complicidad de los hermanos.

- ¡No!, sabemos muy bien que eso no puede suceder. ¿verdad señor Antoine? -preguntó algo incomodo el sargento.

-Es probable que no lo pueda afirmar sargento. Esa relación de hermanos es mucho más que filial. Se vino el diablo a la cabeza de esos mozuelos, -explicó Antoine.

-Ahí está, joven amigo, cómo se vislumbra de las profundidades del ser humano, las negruras con las que se presenta el alma. Al parecer, para ellos en normal. Y no hay mucho que agregar..., es decir, que duerman juntos, no es un acto que se justifique por la fuerza de los vendavales.

- ¿Qué comentan señores? -preguntó de repente Juliet, y en el acto agregó.

-Si alguien me busca, solo exprese que esta noche estaremos en la habitación con Dominique.

-De acuerdo señor, se hará de esa forma, no se preocupe. -contestó Lébregas, aun pensando en la anomalía de la situación.

   La habitación se ubicaba en el segundo piso, era una pieza pequeña, cabía una cama de plaza y media, un velador, escritorio y una cavidad en la pared que servía para guardar ropa. Las cortinas estaban abiertas, y amarradas con un lienzo que las apretaba por la mitad.  Detrás del cristal de la ventana, se veía clara y persistente el agua que caía a borbotones.  Juliet se acomodó en la silla del escritorio, con algo de dificultad, se inclinó para sacar las botas, estaban húmedas, y con barro por todas partes. Experimentaba dolor en la espalda, también en los músculos de los pies, estaba cansado. Luego tomó, del pequeño velador, una botella de agua, sin considerar el vaso, se empinó la botella para beber.

- ¡Dominique!, -inquirió él, -tenemos que reconocer que algo nos sucede cuando estamos juntos, quiero decir, que siempre andamos juntos, sobre todo cuando alguna necesidad se presenta en alguno de nosotros. Sobre este amorío, ni tú ni yo podemos dar razones, es un acto de la sinrazón.
-No te justifiques Juliet, ni menos te atormentes -replicó enérgica la chica, -dile a tu corazón que cuentas conmigo. Se miraron. Nació un destelló de alegría y dolor en la luz que se concentraba en sus pupilas, como el reflejo de una gota de agua atravesada por la luz del día.

-Aún somos muy jóvenes -dijo él en voz baja. -Es muy probable que nos equivoquemos, -concluyó pensativo.

-El amor para nosotros, se ha presentado con una apariencia espantosa, -agregó Juliet. Después, levantándose de la silla, respiró como con algo de agonía. Se acercó a Dominique, y pudo ver, en esos rasgos, las formas y las líneas de la mujer que amaba.

Luego cerró los ojos, y recordó la promesa que los había unido para siempre, porque nada los separaría, ni siquiera la condena social que recibirían de la gente. Las sombras de ambos cuerpos se reflejaron en el vidrio, y la voz de Juliet susurró en los oídos de su hermana como una letanía de pasión y amor desbordado. Ellos, con las inseguridades propias del corazón, enfrentaron un mirar que desnudaba sus almas.

 El la besó, sin mover en un principio sus labios. El insólito beso, le permitía hallar un amor que lo sumía en la intranquilidad de una pasión que lo doblegaba. El cabello color oro de Dominique, ya se deslizaba por sus blancos hombros, cuando decidió, al final, sentarse al borde de la cama..., Juliet comenzaba a abordarla con la insistencia de sus besos. Ella, erguida y segura, sonreía cada vez que sus labios eran tocados, intensas pintas de luz en sus ojos, iluminaban aún más el rostro delicado de la muchacha. Los besos de Juliet se repartían por el cuerpo de Domique, tal como el oleaje del mar se desborda besando las orillas de las playas.

    El amor descendió a sus corazones como el colorido espectro de un arco iris, después emergieron más allá de los sentidos y la razón, los motivos que habrían permitido el juramentarse: No separarse jamás.


   En la ilusión de un amor que no escuchaba otra voz más que la de sus corazones, se entregaron sus almas, en la perfecta sintonía de unos cuerpos que se buscaban con frenesí, desesperación y locura; y sin pensar más, en la habitación se solidificó el silencio, enmudeció la lluvia, luego de sostenerse y buscarse en sus propios cuerpos..., enmudecieron como ángeles caídos.

miércoles, 5 de abril de 2017

Entrada 122. Camilo también es un Ángel



Entrada 122.
 
A media mañana, el aguacero no cesaba. Habían anunciado, durante la tarde anterior, que la lluvia se dejaría caer ese día jueves, sin embargo, nadie imaginó que el agua se dejaría caer abundantemente. Poco a poco las calles de tierra se convertían en lodo, y las pozas de agua se agrandaban, desbordándose por todas partes. Arriba, en el cielo, las copiosas nubes blancas formaban figuras redondas de bordes inflados, más abajo, en el intermedio del espacio, el agua caía como finas dardos plateados, caían tan juntas y seguidas que cualquiera hubiese pensado que horadarían la tierra. Pequeñas gotas de agua también caían sobre las hojas de los árboles, al tocarlas se deslizaban con lentitud, y después de mostrarse en  breves destellos, terminaban por caer al vacío. Las hojas, que durante el día eran verde claro el agua ahora las vestía de verde lila, y ese tono más oscuro parecía extenderse por todo el páramo. Los montes que rodeaban el conjunto de casas, apenas se divisaban, la espesa cortina de agua, dificultaba verlas con claridad. El  humo blanco de las chimeneas, dejaban escapara el calor y la tibieza que se generaba al interior de los hogares.

         Dominique y  Juliet, habían galopado en dirección a noreste, se dirigían a la casa de retiro cuando los sorprendió la lluvia. Les acompañaba, en un corcel  blanco de cuello negro, el sargento Lébregas; y muy atrás ajustando, a cada instante la cabalgadura, se empecinaba en seguirlos Antoine.

-No debimos salir con un día así, -explicó Juliet, desmontando con liviana agilidad. Dominique en cambio taloneó a su caballo antes de descender, despreocupada y sin considerar el barro que había en el suelo se lanzó  a tierra.

-¡Oye, Lébregas!, dime si habías visto esta hostería antes.

-No señor, al parecer nos hemos extraviado. Este lugar no registra en mi bitácora de viaje, -una vez que respondió, su moreno rostro, experimentó  cómo el agua descendía por los canales que formaban su gruesa nariz, hasta introducirse en la tosca abertura que separaba sus labios. Antoine luchaba con el caballo, evitando caer, se aferraba al cuello del animal con fuerza y determinación. Una vez que puso las botas en el suelo, estiró las piernas, y con las manos en los bolsillos,  caminó hasta incorporarse al grupo. Lébregas, por su parte, con la espalda erguida, se acercó un poco más a Dominique, y le comentó.

-Este clima impide ver con claridad, es como si la lluvia, al tocarnos, nos borrara por algunos segundos, pero de todos modos, pernoctaremos aquí. Hasta que pase la tormenta.

-Es lo mejor sargento, usted tienes razón.

-Me gusta ver las ramas mojadas, con la lluvia todo adquiere el mismo color. Cuántas veces he visto esta lluvia, y siempre me parece distinta, -exclamó Juliet, con algo de nostalgia. Un relámpago, iluminó y  rasgó un hermoso  cielo plateado, una infinidad de arterias luminosas se desparramaron entre las nubes.

-Sí hermano, ni siquiera se podría definir lo que la naturaleza nos presenta en distintos momentos.

-Por el contrario Dominique -dijo Juliet, con cierto sesgo de autoridad.

-Lo que vemos se puede pintar de forma maravillosa, pero noto hermana que hoy estás feliz. Ella dio dos pasos, se acercó a él, y terminó abrazándolo, después tomó su mano y casi corriendo lo llevó adentro.

-Ya no suplicaré más tu atención Juliet, ni siquiera pediré que me tomes en cuenta..., si tú te alejas, se reaviva en mí el desconsuelo.
Abrieron una segunda  puerta y se toparon de frente con un largo mesón. Justo en el medio, un anciano esperaba a los visitantes. Juliet dio un puñetazo en el mesón, y el anciano despertó sobresaltado.

-¡Sí, sí..., dígame!,- alcanzó a decir con palabras entrecortadas. Mientras, la misma lluvia intensa, al caer, sonaba sobre el tejado. Antoine y Lébregas observaban con impaciencia. El viejo les ofreció algo caliente para tomar.

-Sí, pero antes necesitamos habitaciones -explicó juliet.

-No es posible, no tenemos disponibilidad -respondió sereno el anciano. Junto a aquello preparaba cuatro tazas de té, con una mano temblorosa que luchaba por mantenerse firme, siempre con prisa, servía el agua y hablaba lenguaraz.

-Creo que nos queda una..., tendría que compartirla con su señora..., ellos, -dijo mirando a los hombres, - tendrían que dormir en la bodega, ahí puede habilitarles algo, de ningún modo los enviaría a la calle.

-No, señor, se equivoca, no es mi señora...,  y ¿cuál es su nombre?

-Me llamo Fabricio. Juliet enmudeció unos instantes, y se dedicó a observar cómo el anciano servía  el té que había  prometido, el vapor se levantaba de las tazas, formando suaves  ondulaciones que desaparecían en el aire.