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martes, 21 de mayo de 2019

CARTAS A VERÓNICA I




Cartas a Verónica I. 

Me detuve un momento, en el centro del parque. Un tiuque se posó superficialmente en la punta más elevada de un álamo. Allí se quedó, imperando, reinando desde las alturas el territorio que le pertenecía. Pronto, y muy rapidamente, alzó el vuelo. Se perdió en el cielo cubierto de una delgada tela, similar al terciopelo, apenas azul. Sin pensarlo dos veces, descendí por una estrecha escalera que conducía a un nivel más bajo. Había otros caminos que llevaban a otros lugares interesantes del parque. En esa aatmósfera me esperaba ella. Habíamos decidido encontrarnos en ese lugar. En un gran lago, muchos veleros se deslizaban silenciosos y cautos. Llevaban parejas, niños, ancianos, matrimonios, todos ellos disfrutaban de las facilidades que les permitía, explorar y descubrir aquel paradisiaco lugar. 

Eran alrededor de las diez de la mañana, la misma hora en la que, habitualmente, me encontraba con ella. Muy pronto, decidí sentarme en una de las bancas, procuré que mi vista quedase mirando en dirección nororiente, desde ahí lograba ver la magnifica cordillera. Ese lugar poseía cierto simbolismo, pues, en innumerables ocasiones la mujer a la que amaba, me citaba allí. Todo el lugar estaba lleno de su presencia. Todas las cosas visibles indicaban que ella había pasado con su estela de belleza, y acentuada gracia. No existía punto alguno que se hubiese abstraído de tan sutil presencia. A cada paso que daba en ese espacio, experimentaba su cercanía. 

Se oyeron entonces los mismos suspiros, las mismas risas que se conservaban en algún rincón de mi corazón. Subí y bajé los brazos, para de ese modo, respirar más hondo. Liberaba, en ese acto, una leve presión en mi pecho. De pronto, transcurridas un par de horas, me quedé mirando la transparencia cristalina de las aguas, y su imagen se formó en las infinitas y pequeñas ondas del lago. Volví a mi paseo, y me propuse, buscar la más profunda inspiración, para responder con presteza y claridad a la carta que, hace unos días atrás, ella me había enviado. En la misiva me preguntaba si a pesar, del tiempo transcurrido, todavía la amaba. Entonces, lancé una primera pincelada, de tal manera, de unir las ideas posteriormente. Tenía que obedecer a mi método de trabajo: primero lluvia de ideas, luego ordenar por importancia, y armar el escrito, solo cuando estuviese en sintonía con mi espíritu. Comencé de la siguiente manera:
Siempre te amé. Jamás te he olvidado, constantemente vives en mis recuerdos, en mis pensamientos, y sobre todo en mi corazón. 

Qué daría para estar a tu lado. Cómo quisiese modificar el tiempo, la historia, y las vivencias, para que, de otro modo, al final, pudiese permanecer a tu lado. Tengo conciencia, que con el mismo ímpetu que te amé, tú también me amaste. Hoy, puedo considerar, sin temor a equivocarme, que te amo, tanto, o más que antes, y que por las corrientes que animan tus afectos tú debes sentir lo mismo. No te olvido, no te olvido; y repito esa idea, ya que considero que, en mi escrito, será una de las más relevante. Necesito estar a tu lado, lo requiero, lo preciso. Me resulta imprescindible tu compañía, antes, antes de que se nos esfume la vida. Apenas te advertí en mi vida, descubrí que juntos recorreríamos el mágico sendero del amor. Tú fuiste el efecto certero y preciso que apunto directamente a mi corazón, y me doblegó, quebró mis seguridades, desnudos mis pasiones. Con tu gracia y encanto agujereaste la base de mis rutinas, las modificaste, cambiaste de muchas maneras mi vida. 

Ahora me acerco a ti, nuevamente, siempre con mis palabras, intentando que ellas puedan pasear larga y tranquilamente por tu belleza. La pluma metálica en mi mano, la palabra retenida en mi boca, los suspiros que emulan tus besos de hada. Aquí se despierta mi llanto y mi alegría, hoy descubro tu mar verde y transparente, inquieto y sumiso por el que deseo navegar. En efecto, cada vez que te escriba, será mi voz pausada e inquieta la que te recuerde, siempre tú fuiste, y serás para el amor de mi vida. Tendré que pasear nuevamente, por aquellos recuerdos alegres que regalaste a mi vida. Recordarnos juntos en el parque, cuando se confundían tus pupilas con el nuevo horizonte. Entonces, se afianza la primera idea de esta carta: 

Verónica, no apareciste en mi vida casualmente. Al encontrarte te introdujiste silenciosamente en mi espíritu, y te amé, te amé, te amé con todas las fuerzas de mi vida. Verónica, al encontrarte, mi vida se ancló a la tuya. Estabas esplendida, al mírarte apenas respiraba. En los nudos contraídos del tiempo y del espacio, tú Verónica eres el amor de mi vida. 

Vicente Alexander Bastías