Entrada 60
El más dócil de los marineros, abrió sus ojos y preguntó:
El más dócil de los marineros, abrió sus ojos y preguntó:
-¿Qué hacemos
capitán?
-Aten a la
muchacha, -contestó él.
-Ahora, por
favor, déjenme pasar. Hablaré con ella. Maciel bajó de las rocas en las que se
encontraba. Una vez que llegó a la parte lisa, sacudió varias veces sus dos
botas, pasó ambas manos por su pantalón, y sacó restos de barro seco que habían
quedado a la altura de la rodilla.
-¡Capitán!, -gritó
uno de ellos llamado el náufrago. – ¿Qué hacemos con la chica?
-¡Atenla, he dicho!
-Está amordazada
y atada sus manos.
-Traigan un
barril de pólvora… ¡no, no! Sería una
muerte muy explosiva, además necesitamos mostrar evidencias a Martín Pollier,
-murmuró sonriendo el capitán.
La muchacha tenía
el pelo largo, eran rizos negros y brillantes que, como estelas de diamantes
caían límpidos sobre sus hombros y su espalda. Una mujer de unos veinte años,
sus ojos azul intenso buscaban, en cada una de sus miradas, el pálido celeste
del cielo, y al reunirse ambos conceptos de la belleza, parecían que daban
vidas a esos espacios sin límites.
El capitán se lanzó al fondo de esos ojos,
de pronto se estremeció, luego esquivó la mirada, y con determinación se alejó
de ella. La joven efectivamente estaba de rodillas, sin vendas en los ojos.
Sentía dolor en sus rodillas. La humedad del barro le dejaba un insoportable y desmesurado
hielo. El vestido blanco que tenía, dejaba entrever, parte de unas piernas
macizas y muy bien diseñadas.
Maciel, se fue
empuñando la espada. Se detuvo frente a sus hombres, automáticamente se quitó
el sombrero. Con la diestra sacó la espada, la alzó al cielo y exclamó:
-Somos hombres
sin corazón. ¡Arcabuceros en fila, prepárense a disparar!
Varios marineros,
que escuchaban sentados y dispersos, se levantaron al instante. Cinco de ellos
formaron una fila. En aquel preciso momento resonó, en todas las partes a las
que tocaba el ojo humano, una voz que parecía de terror. Un grito de espanto que dejó
intimidados a los vigorosos hombres de mar.
El capitán movió la
espada en tres ocasiones, valiéndose exclusivamente de la muñeca, realizando el
movimiento una y otra vez gritó.
-¡Atención! ¡Prepárense!
¡Apunten!..., ¡Fue…! Iba a terminar esta última palabra, y antes de que sonaran
las descargas de los arcabuces una poderosa voz, semejante a la de un trueno,
bramó descontrolada.
-¡Ella no es
Camila!, -y sin más explicaciones se volvió a la chica, le apuntó con el dedo y
terminó de bramar.
-¡Ella no es
Camila! La mujer se había desvanecido. Tendida en un charco de agua sucia el
blanco vestido lentamente se empapaba de un oscuro color marrón.
-¡Gino! ¿Gino? Exclamaron todos atónitos y fuera de sí.
El más
sorprendido era el capitán. Permaneció varios segundos contemplando el todo el cuadro.
Posteriormente se puso el sombrero de plumas, extrajo del cinto su pistola. Se
acercó sigiloso a Gino y le contestó.
-¿Cómo te
atreves? Enseguida se volvió a sus hombres y aulló descontrolado.
-¡Fila de
fusileros para este traidor! ¡Anda coreano, átalo con firmeza! Te vamos a
mandar al infierno y no volverás.
-No me defenderé, - mesurado replicó Gino,
mientras tranquilo soltaba la empuñadura de su pistola.
-…, Pero tengo
algo que decirles. Los hombres se quedaron quietos, atentos, prestos a escuchar
las palabras de quien les había abandonado. Bajaron los arcabuces y dirigieron
las miradas al capitán.
-¡Habla traidor!
Te escuchamos.
Vicente Alexander
Bastías Junio / 2016. Invierno.