Camila Angélica,
entrada 32
Las voces de los
hombres, en ocasiones, se perdían entre el persistente azote de las enormes olas;
voces que también se mezclaban con las ráfagas del viento que furioso, danzaba
en esa curiosa conjunción de los elementos. Cada vez que alguien daba alguna
instrucción, esas sonoridades disminuían hasta perderse completamente. Se
multiplicaban, asimismo, las rítmicas
ondulaciones del oleaje, llevando al alborean a balancearse peligrosamente. En
una de esas arremetidas se levantaba toda la popa quedando expuesta la proa a
las atrevidas oleadas del mar. En otras oportunidades el movimiento iba de
estribor a babor reproduciendo el mismo efecto, que tenía a todos atentos a los
eventos que se sucedían a una velocidad vertiginosa. La niebla, a esa altura, ocultaba los objetos, la
tranquilidad de unos minutos atrás desaparecía, inequívocamente, en la fosca
tarde.
La cabina del
Capitán estaba ubicada casi al medio del
barco, detrás de ella, justamente por el lado de la popa se instalaba la sala
de máquinas, desde ahí, resultaba fácil ver, cómo salían los cables que daban
la luz a todos los focos del babilónico alborean. Debajo de uno de esos focos asomó
la cabeza el Capitán, puso un pie en la escalera metálica que permitía el único
acceso a la cabina. Una vez asentado con
firmeza el pie derecho miró a lo largo y ancho de estribor, desde allí gritó.
-¡Gino! ¡Todos a
la bodega…, ahora! –el contramaestre, que obedecía a tal nombre, esperaba desde
hace largos minutos esa orden. Ahora el Capitán al que llamaban Leonardo, y al que todos conocían por el apodo del Cosaco,
miraba ahora a través de los vidrios empañados. Gino se acercó por detrás, puso
su mano en su hombro, después de carraspear adicionó.
-Los hombres lo
esperan, -acto seguido agachó la cabeza y salió de la estrecha cabina, apenas se retiró, el Capitán
le siguió los pasos.
-¡Se debilita el
viento!, -comentó el contramaestre, sin quitar la cabeza del suelo que estaba
lleno de cables cruzados.
-¡Sí!, pero la
lluvia aumenta. Hay que reconocerlo, hemos tenido mala suerte. Espero que esa
chica salga luego del barco, nos trae mala suerte.
Por fin, al
llegar a la bodega, Gino y Leonardo, uno detrás del otro, bajaron la escalera y
se ubicaron al medio de los marineros. El capitán sacó un poco más de pecho,
como si marcara territorio, respiró hondo y su mirada, automáticamente, fluyó
por el rostro de cada uno de los presentes. Unos restaron la vista, otros
desentendidos, jugaban con las manos, en cambio los más cercanos mostraban
inquietud.
-Ahora tenemos
una orden, -prontamente aclaró el Capitán, con voz sólida y bien armada, De repente
todos lo miraban expectantes, luego volteó la cabeza para preguntar al
contramaestre.
-¿Están todos?
-¡Un minuto!, -respondió
acelerado Gino, -paseó la vista por el círculo, cuando terminó chispeó los
dedos y exclamó,
-Falta Antoine…,nadie más.
-¿Y dónde está
él?
-Debe estar en la
sala de máquinas, puntualizó el contramaestre.
-¡Vayan a buscarlo!, -ordenó el Capitán.
-¡Usted!, señaló
con el dedo a Augusto, el más disciplinado de los marineros.
-¡Vaya a buscarlo!
El aludido se incorporó rápido y salió de la bodega.
Afuera le esperaba
la lluvia, muy pronto, y sin siquiera prestarle atención, mojó toda su espalda. Al caminar consideró que
el piso estaba húmedo y resbaladizo. La lluvia no cesaba, el día iba de gris a oscuro. Apenas vieron salir a Augusto,
el Capitán sin titubeos continuó.
-Martín Pollier
quiere que esa chica fuera de su vida.
Antes de continuar se quedó mirando la
ampolleta que, colgada de un débil cable, se movía como un péndulo, continuamente, sin pausas, tomando para sí el
movimiento del mar. Momentáneamente
permaneció varios segundos sin palabras, observando en derredor, y no
reparó en ningún detalle, como si su mente se hubiese quedado en blanco. Suspiró
resignado, la oscilación de la ampolleta,
le mostró en un solo pantallazo, lo que estaba sucediendo afuera de la bodega. Sabía
que la tormenta continuaría, y les castigaría inmisericorde, hasta que la
muchacha abandonara el barco.
Los marineros
comenzaron a impacientarse, toda vez que, no aclaraba el tema de la reunión. Sebastián,
el más antiguo del grupo, se atrevió a preguntar.
-¿A dónde vamos?
-Hacia allá,
-apuntó con frialdad el Capitán.
-Vamos a las
islas de los Cepioneses, allá dejaremos a la mujer.
-Pero en ese
lugar no existen indicios de vida, nadie ha llegado, nadie sabe qué pasa allá,
- aclaró Sebastián pensando que el Cosaco le enojaría, por el contrario, recibió
la respuesta..., fue más amable de lo que esperaba.
-Esa es la idea,
-acotó el Capitán, -la dejaremos allí, mientras hablaba su mano asia un tubo de
fierro oxidado y sucio, con la prometedora idea de golpear a quien se opusiera.
Los ojos de todos los hombres se abrieron temerosos y expectantes, salvo el
marinero coreano de aspecto de karateca que adhería plenamente a las ideas de
su jefe.
-Lo haremos y
será el secreto de nuestras vidas.
De pronto toda la
atención se centró en Augusto que volvía a ingresar a la bodega, apresurado y
con los ojos a punto de salir de sus
madrigueras, gritó fuera de sí.
-¡Antoine, liberó
a la chica!
Vicente Alexander
Bastías Marzo / 2016