domingo, 16 de junio de 2019

Cartas a Verónica VIII



Cartas a Verónica VIII

   Sus ojos se encendieron una vez que tomé su mano, después acudía ella a refugiarse temerosa en mi pecho. Ahí permanecía por largos minutos, esperando que mi mano, al acariciar sus cabellos, la tranquilizara por algunos segundos. Había permanecido tanto tiempo en mi alma que quizá, o sin pretenderlo, deseaba que se plegara férrea a mi piel. Después, mis manos tranquilas, generalmente limpias y elásticas, recorrían su rostro sucinto de bondad y ternura.

Instalado junto a ella, abrazándola con ternura y pasión, instalado en ese punto de la realidad, me iba introduciendo en los recovecos de su interioridad.
Me daba temor separarla un solo segundo, pensaba que, se desvanecería, que se podría evaporar frente a mis ojos crédulos. Separarla de mi cuerpo para ver cómo se desmoronaba en las ondas invisibles de la realidad, o tal vez, con el temor de perderme en la cristalina corporalidad de sus lágrimas. Estando tan cerca de ella, me extraviaba en sus pupilas.

Tuve que cerrar los ojos, creyendo que, en ese acto, se solidificaba la eternidad. Eternidad tan desmontada, repetidamente desarticulada, principalmente anhelada, difícilmente asumida.
Tantas riquezas, tantas caricias que atesoro en mis manos, tantos besos encubiertos, tantas sonrisas que aún viven en mi recuerdo.
Estando tan cerca de ella, en ocasiones, nos fusionábamos en el todo. Mientras la abrazaba, mis manos inseguras comenzaban a pasear por su cuerpo, mi mente paseaba por su espíritu, y ambos, nos desplegábamos como uno solo en el cosmos. Sentía su corazón palpitar tan cerca del mío. Sentía, a la vez, la humedad de su piel adhiriéndose a la textura de mis dedos. Mientras, mientras mis labios recorrían la suave consistencia de sus mejillas. En cada contacto con su boca, la misma eternidad nos conducía a las extremas novedades de su boca.

Así lo hice. Ella, aferrada cada vez más a mi cuerpo, realizaba el mágico viaje a mi corazón. Me percaté que estando a mi lado…, experimentándola…, la eternidad se metería a nuestra cama.

La noche estaba fresca, me comprendí más tranquilo, la sujeté una vez más…, ya podía respirar. Sonreímos, el tiempo pasó a nuestro lado…, nos quiso saludar, luego se escurrió entre los árboles…, y desapareció.
Estábamos felices, ardíamos en deseos. Caminamos horas enteras, avanzamos sin un norte claro. Estaba a mi lado, estaba también la noche que avanzaba acelerada. Sus estrellas, desde muy lejos, iluminaban nuestro camino. La luna, muy cerca de nosotros era una perla colgando en su pecho. 

Vicente Alexander Bastías