Cartas a Verónica VIII
Sus ojos se encendieron una vez que tomé su mano, después acudía ella a refugiarse temerosa en mi pecho. Ahí permanecía por largos minutos, esperando que mi mano, al acariciar sus cabellos, la tranquilizara por algunos segundos. Había permanecido tanto tiempo en mi alma que quizá, o sin pretenderlo, deseaba que se plegara férrea a mi piel. Después, mis manos tranquilas, generalmente limpias y elásticas, recorrían su rostro sucinto de bondad y ternura.
Instalado junto a ella, abrazándola con ternura y pasión, instalado en ese punto de la realidad, me iba introduciendo en los recovecos de su interioridad.
Me daba temor separarla un solo segundo, pensaba que,
se desvanecería, que se podría evaporar frente a mis ojos crédulos. Separarla
de mi cuerpo para ver cómo se desmoronaba en las ondas invisibles de la
realidad, o tal vez, con el temor de perderme en la cristalina corporalidad de
sus lágrimas. Estando tan cerca de ella, me extraviaba en sus pupilas.
Tuve que cerrar los ojos, creyendo que, en ese acto, se solidificaba la eternidad. Eternidad tan desmontada, repetidamente desarticulada, principalmente anhelada, difícilmente asumida.
Tantas riquezas, tantas caricias que atesoro en mis
manos, tantos besos encubiertos, tantas sonrisas que aún viven en mi recuerdo.
Estando tan cerca de ella, en ocasiones, nos
fusionábamos en el todo. Mientras la abrazaba, mis manos inseguras comenzaban a
pasear por su cuerpo, mi mente paseaba por su espíritu, y ambos, nos
desplegábamos como uno solo en el cosmos. Sentía su corazón palpitar tan cerca
del mío. Sentía, a la vez, la humedad de su piel adhiriéndose a la textura de
mis dedos. Mientras, mientras mis labios recorrían la suave consistencia de sus
mejillas. En cada contacto con su boca, la misma eternidad nos conducía a las
extremas novedades de su boca.
Así lo hice. Ella, aferrada cada vez más a mi cuerpo, realizaba el mágico viaje a mi corazón. Me percaté que estando a mi lado…, experimentándola…, la eternidad se metería a nuestra cama.
La noche estaba fresca, me comprendí más tranquilo, la sujeté una vez más…, ya podía respirar. Sonreímos, el tiempo pasó a nuestro lado…, nos quiso saludar, luego se escurrió entre los árboles…, y desapareció.
Estábamos felices, ardíamos en deseos. Caminamos horas
enteras, avanzamos sin un norte claro. Estaba a mi lado, estaba también la
noche que avanzaba acelerada. Sus estrellas, desde muy lejos, iluminaban
nuestro camino. La luna, muy cerca de nosotros era una perla colgando en su
pecho.
Vicente Alexander Bastías
Vicente Alexander Bastías