Cartas a Verónica XII
Verónica,
siempre en tus modales advertía las sensibilidades que reflejaba tu alma. Tan
tierna, tan sencilla, tan delicada, horadabas lenta y caprichosamente las
férreas defensas de mi corazón. Ante ti demostraba mi felicidad y acicalaba los
bordes de la luna cada vez que ella me impedía ver tu rostro. No me atrevo a
describir la felicidad que surgía de mi pecho, durante unos segundos, y sin
apartar la vista de ti, veía claramente el brillo de tus ojos lindos.
Nos
mirábamos directamente, esperando, quizá, el esbozo de cualquier sonrisa
cómplice. El recuerdo de tu rostro atractivo, y esas líneas tan suaves que lo
conformaban eran, en el fondo, el tipo de arte que Dios creaba. No cabía duda,
por cierto, que en cada uno de tus movimientos Dios se rebelaba. Coincidíamos,
por única vez, que dios había sido sincero, que en ti nos regalaba los
estertores de la primavera. ¿Y bien?, Dios qué esperas, graba en mi corazón su
mirar de infinitas estrellas. Con todo estaré convencido, que regalaste a mi
vida, una verdadera reina.
Eso
me conduce a abrazar, al menos, a todas las primaveras. Una vez que tú la
pusiste en mis tortuosos caminos, en mis senderos desgastados, en mis caminos
agotados. Porque frente a ella, se revitalizaba todo mi alrededor. Frente a
ella comenzaba a soñar, lograba viajar de estrella en estrella. Me gustaba ver,
de repente sus contrariedades, las insistencias de su belleza que,
fehacientemente, pretendían fundir a fuego mi corazón. Y su hermosura volvía a
insistir, cada vez que mi mirada le era ajena. Me gustaba provocar su
hilaridad, en ello se mostraba la amplitud de toda su belleza, amplificaba en
un solo instante todas las viejas promesas. ¡Al fin! Qué cosas aquellas, sin
olvidarlas, sin ni siquiera disolverlas en mi cabeza. Sucede que, a veces es
mejor, o preferible, conservarlas, aunque muchas veces duelan. Porque…bueno,
puede ser el inicio de nuevas y remozadas promesas.
Cómo
olvidarla, si ella deambula entre mis palabras, y es como, si fuese sido ayer
que la amé con tanta fuerza. En ocasiones ella abría la puerta, y una vez que
lograba verla se interrumpía mi respiración, cesaban mis explicaciones, y me
olvidaba de todo, súbitamente inmerso en aquella torpe ofuscación. Tomaba mi
mano y me conducía a su corazón. Luego seguía por el largo pasillo de sus
besos, y se destrozaba mi inseguro corazón. Caminaba a su lado, y le exigía a
Dios una explicación. El porqué de esa oscura intención, enamorarme de ella y
destrozar mi pobre corazón, y convertirlo finalmente en un adiós.
Bajo
una fresca tarde de mayo ella salía en busca de mis ojos encandilados. Mientras
tanto yo divisaba en la ventana de sus pupilas las templadas luces de su
corazón. Las luces distantes de la ciudad eran el fondo inevitable donde
nuestras expresiones perplejas contemplaban a Dios. Si hubiese sido constante,
claro está, en aceptar ese designio divino, todavía besaría tus tersos labios.
Las escaramuzas de Dios, efectivamente me acercaban a ti, después Dios encendía
un cigarrillo, y sostenía entre sus dedos poderosos los hilos invisibles de
nuestro destino. Me daba la impresión que Dios, desde sus grandes lentes
ahumados, jugaba con nosotros tal como lo hace un niño. Pero al final, y
después de todo, me llevó a conocerte, me condujo a idolatrarte, me incitó a
amarte.
Ahora
levanto la vista, me abstengo de hacer comentarios, más tarde, o tal vez, en la
madrugada tendré tiempo de arreglar cuentas con Dios, o definitivamente,
agradecerle por tu vida que me ha regalado como una oblación. Pronto mis
dolores y mis penas, dejaran espacio a tu presencia,
porque
Verónica, mi Verónica: “Soy capaz de perderlo todo, menos la esperanza de
volver a verte”.
Vicente
Alexander Bastías