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jueves, 29 de abril de 2021

Una teoría de tu belleza I

 


Una teoría de tu belleza I

Vicente Alexander Bastías

 

 Ya sabe usted, como una corazonada que aletea largamente como un colibrí, entendí que esos minutos se extenderían más de lo programado. Por una parte, me alegraba estar en esa habitación, por otro lado, pensaba que pronto llegaría su madre. La tensión entre esas dos fuerzas me restaba concentración.

   El cuarto estaba hecho de una gruesa pared de adobe. En una de las paredes, una pequeña ventana permitía la llegada de un viento nuevo y fresco. Arriba, en el cielo de la casa, gruesas vigas de madera rustica  permitían dar apoyo al pesado techo. El piso era de tierra; el mobiliario vetusto y desgastado interpretaba, de algún modo, un tiempo pretérito y nostálgico. Apoyadas, en una de las paredes dos sillas de mimbre desgastadas y carcomidas, silentes testimoniaban el ocaso de las pasiones que alguna vez había surgido de sus rincones.

  Durante la tarde, había caminado junto a ella, observando extasiado la larga hilera de castaños que se perdían a los pies de los cerros. En algún instante nos habíamos detenido debajo de níspero, y disfrutamos de su fruto maduro. Posteriormente, cesamos de caminar cuando una higuera enorme salió al encuentro de nuestras pupilas, de igual modo, allí nos dedicamos a disfrutar de sus frutos.    A lo largo de mi existencia, estos recuerdos me acompañaron en cada etapa, tal como entes autónomos que generaban imágenes propias; pero sobre todo, el recuerdo de ella, me acompañaba en cada una de las actividades que realizaba. ¡Qué hermosa era!

 La luna gigante parecía absorberla entre sus pintas negras y grises. La iridiscencia de esa chica permitía resaltar aún más la luz celeste de aquella. La luna, una ventana circular mirando al infinito, la recibía a ella como si fuese su propio espíritu.

La habitación no era vistosa, sólo dos candelabros de plata permitían ver en medio de la oscuridad. Las figuras de ellos se reflejaban irregulares y lúdicas estampándose en las paredes, alcanzaban también amplios sectores del techo, donde se repente se agrandaban, o bien, se empequeñecían.

 Habíamos llegado a la puerta de su casa. Estaba ahí sin desearlo. Sólo la avidez de mis ojos  reflejaba la liviana serenidad de ella, y la grata complacencia de su sonrisa. Ambos estábamos encendidos. Habíamos caminado tan erguidos como las mata de espigas, y tan felices con nuestros corazones a punto de estallar.

 Ella se arregló sus cabellos, entonces, surgió el brillo en su mejilla y se hizo más notorio el candor de su rostro. Me permití recordar a la Perla de Labuán, o, Lady Mariana Guillonk como le llamaban los ingleses. Recordé precisamente el instante en que su enamorado, el Tigre de la Malasia, la conoció en su lecho de enfermo.

 En aquel momento estaba frente a mí, y mucho de ella ya se había quedado en mi corazón. La besé en la mejilla, y le dije. –Llegará tu mamá.

-No te preocupes, tardará en llegar, y luego llegó a mi mente todo el recuerdo de sus fragancias y sabores, y al mirarla me perdí en ella.

 Vicente Alexander Bastías