Atlantis Neo-06

Un joven astronouta aterriza de forma sorpresiva en el patio de un colegio.

Camilo también es un ángel

Camilo, que ha nacido de una relación incestuosa intenta desesperadamente sobrevivir.

Una Teoría de tu belleza

Las Aventuras, desesperanzas, y afanes de una familia en Cosquin .

Cartas a Verónica

Verónica,cada vez, que puedo recordarte, al encontrarme con tu mirada, me voy retirando de ella, con la pasión de entonces.

Los sueños de Konie

Los sueños de una joven de secundaria que intenta superar sus sombras del pasado,y se proyecta como una mujer libre,espontánea, natural.

domingo, 30 de octubre de 2016

ENTRADA 92, Camila Angélica


Entrada 92.
 
- ¡Ay de ti Elena!, - repetía porfiadamente Martín Pollier. Sentado en la base de una roca, miraba inquieto, pasando su mano por el cabello desgreñado.

-Por cuanto has reconocido, entiendo que son sucesos que transcurrieron hace mucho tiempo.

Una vez que Terminó estas palabras, se levantó de la roca, mientras se paraba iba recogiendo lentamente la manga de su camisa. No había actos involuntarios en sus movimientos, todo lo que ejecutaba obedecía a un cálculo premeditado. Se detuvo frente a Elena, a la que continuamente miraba con recelos.  Murmuró algo a Augusto, al que señaló un punto indeterminado en el horizonte. El marinero, después de acercar su oído a la boca de Martín, partió a pasos largos. 

  Anne-Laure, estaba, por el contrario, muy afligida. Fue en ese minuto cuando estimó que era necesario replicar, porque de lo contrario, todos pensarían que ella había permitido el velo de su desgracia. Movida a compunción, reflexionó breves segundos sus palabras, y al final, comentó con el sonsonete de la tristeza, pero una ráfaga de viento recortó sus palabras, y el ulular del viento las hizo inaudible. Entonces exclamó en voz alta.

- ¡Fue hace mucho tiempo! Su voz, cada vez más poderosa, se impuso al persistente sonido del viento, aunque parte de su cuerpo se manifestaba tembloroso. Entonces, dirigiéndose a Elena con voz áspera la interpeló.

- ¡Reconoce tu crimen madre! ¿Por qué me obligaste a realizar ese acto? ¡Mírate a ti misma! ¿Cuánto daño has realizado?

- ¡Basta de recriminaciones, son un par de diablas! Llenas de excentricidades y secretos. Exhiben sus debilidades, y las convierten en virtudes. ¡Quién puede comprender aquello! -Aclaró un ofuscado Pollier.  Ahora las obligaré a decir la verdad. ¡Qué pasó con la otra muchacha, en razón de qué, afirmaban que era mi hija!  Escuchen claramente, no quiero distorsiones, o de lo contrario, el dolor le hará rechinar los dientes. Un día me atreví a amarte Anne-Laure, sin embargo, nunca imaginé tanta maledicencia. ¡Qué sucedió con Camila Angélica!, y se abalanzó sobre la mujer con las pupilas extraviadas en un espeso color bermejo. Anne-Laure no se amilanó, más bien, se puso de pie, y le respondió.

-Cómo crees tú que iba a presentarte a mi hija, si la ecuación que haces de la vida es insustancial. ¿A quién quieres tú Martín Pollier? Lo único que amas de verdad son tus barcos. Si en realidad deseas saber, te aliento a investigarlo. Pollier, se limitaba a navegar en el amplio espacio de las dudas, y sin tener respuestas decidió retirarse junto a sus hombres.

-Con las mujeres, -sostuvo displicente, -siempre somos perdedores, en el plano argumentativo, siempre encuentran una respuesta para todo. A pesar de la rabia acumulada, Martín miró por última vez a las dos mujeres, esa mirada fue fría y despectiva. Ellas todavía continuaban de rodillas sobre las rocas, él entonces se dio vueltas, y se encaminó en dirección al mar. 

  Las costas apenas se visualizaban, el mar parecía tener un color verde petróleo. La brillante noche lo acompañaba en su caminar, y, entregó una mirada despectiva, sobre todo, en su profunda resignación. Se escuchaba todavía la vigorosa consistencia de las olas, Los hombres se acercaron más a Pollier, y caminaron despreocupados, pretendiendo olvidar todo lo que habían escuchado. A medida que avanzaban, otros ruidos aparecían, otros ruidos que no provenían del mar.

-Nótese, -comentó Pollier, mirando seriamente a sus marineros. – y adviértase, Anne-Laure, respondió a la pregunta que le formulé, la respondió con otra pregunta, se infiere de eso que la respuesta que pensaba dar era positiva. Camila Angélica es mi hija. -Y Continuó con una sonrisa de conformidad.

-Ahora que Isabelle y el maestro de los sofismas navegan en la barcaza de Caronte, puedo pensar, de un modo distinto, en aquella infortunada chiquilla; pues bien, corresponde a mis hijos Juliet y Dominique, también hijos del “incestus”, reunirse con Calígula y sus hermanas, por el contrario, a mí me corresponde continuar con el “do ut des” de los romanos, o expresado en términos claros: Doy para recibir.

-Usted nunca va a cambiar Señor, -respondió sonriendo Maciel. ¿Dígame, usted siempre fue tan malo?

-No siempre…, creo que ahora, debido al arte del cinismo que han desarrollado esas mujeres el corazón se me ha ablandado un poco.
- ¿Y qué sucederá con ellas?

-Hay que dejarlas, tienen suficiente castigo.
- ¿Pero si ni siquiera las tocamos?

-La línea transportadora de la existencia les recordará, en cada uno de sus tramos, todo el daño que han hecho, y eso es, a mi entender, morir en alguna medida,

-Siempre existe un amanecer, replicó sereno el capitán, siempre que lo anhelemos…, a propósito, ¿qué instrucciones dio al marinero?

-Lo envíe al alborean, allí espera Camila Angélica, debía comunicar que nos espera.

lunes, 24 de octubre de 2016

Entrada 91. Camila Angélica.

Entrada 91

Elena dejó caer su pesado cuerpo, y dobló las rodillas para ubicarla en la pedregosa superficie de la tierra. Permaneció cabizbaja un par de minutos. Mantuvo la cabeza inclinada, no pronunciaba palabras, tenía un respirar acelerado, su frágil corazón pretendía estallar. Quiso depositar su cabeza en uno de sus hombros, pero el intenso dolor se lo impidió.  Se tomaba la cabeza, y simplemente se dedicaba a llorar.

-Estas penas, -sostuvo, -están llenas de olvido.  Y su mente se fue, como un espiral, buscando el pasado que creía enterrado. Enseguida, recordó como algo lejano y confuso aquellas palabras que había aprendido en algún libro de ese esbozo de poeta nunca pintado, de apellido Pastillas o Bastillas, no recordaba bien, cuando en uno de sus peores libros dijo:

       “Te busqué pasado y solo vi un hombre anciano remendando tu tela. Y al final nadie vivió, sólo nos sumergimos en ilusiones que creíamos reales. El tiempo nos sorprendió entre cuatro paredes, siempre moviéndonos en el mismo lugar. Te busqué pasado y sólo vi a un anciano recogiendo una pesada tela. La tela de la vida, las telas de las esperanzas, las telas de los sueños y de los dolores. El pasado no se fuga, el pasado queda como una astilla en la yema de los dedos. El pasado no se va, ni sucede, ni transcurre, el pasado siempre está reconstruyéndose en nosotros. Te busqué pasado y solo encontré mi dolor adormecido”

- ¡Qué tipo más desgraciado al pensar así!, -replicaba sin conformidad tía Elena, sin embargo, esas palabras se hacían realidad en su propia vida, porque, aunque hubiese querido viajar a ese pasado, ese pasado regresaba a ella. La particularidad estaba en que, ella no regresaba al pasado, la anciana Elena lo vivía cada instante en todos y encada uno de los momentos de su vida, pues, no era de extrañar, que cada cierto tiempo volviese a su mente aquella antigua casa de adobe, de un color verde claro, de rectangulares pinceladas de un blanco desteñido.

Recordó que, por la tarde, había llegado Juliet, y se dedicaron a conversar de negocios. Ella se desplazaba ejecutando sus tareas, había que reconocer que era extremadamente cuidadosa con el aseo. Cada vez que alguien ingresaba a la casa, le exigía ponerse en los pies unos trapos para que al caminar no ensuciara el brillante piso. Juliet, en aquella oportunidad, la escuchaba, y compartía con ella esos deseos impetuosos de crecer y convertirse en una mujer de negocios.

- ¡Juliet, están golpeando la puerta! Ve, y cerciórate..., mejor pregúntale qué quiere.

-No es necesario tía Elena. Llega Anne- Laure, acaba de asomar su cabeza por la ventana. 

  La joven Anne-Laure, apareció en el hall de la entrada, se veía preocupada, los colores llamativos que la caracterizaban había desaparecido. Volvió a aparecer por otro de los pilares que sostenían el espacio, sonrió con esfuerzo, luego saludo tímidamente. Tía Elena comenzó a enrollar el paño de la limpieza, alcanzó a limpia la cubierta de la mesa, luego se dio vuelta y dijo:

- ¡Por qué regresas tan temprano? ¿Acaso no estaba la institutriz? -preguntó con apremio Elena.

- ¡Mamá!, no exageres, la fui a buscar, pero es imposible que venga hoy.

- ¡Desde luego, supongo que después, habrás ido a visitar a Luis! Te advertí, no deseo que lo veas.

- ¡Mamá, calla un momento!, tengo algo más importante que comunicarte.

-Recuerda chiquilla, sólo tienes trece años, y si algo te sucediera…, no sé, no me puedo imaginar qué sucedería. Tía Elena, alargó su mirada desmesuradamente, hasta el fijarlo en las pupilas de su hija, pretendiendo indagar el secreto de la chica. Buscó a Juliet para preguntar algo, cuando repentinamente Anne-Laure soltó la noticia.

- ¡Mamá, estoy embarazada! Tía Elena escuchó sin dar mayor atención a su hija, después de un rato dejó los útiles de aseo, se sentó en una frágil silla, y con el brazo tomando el respaldo se quedó con los ojos perdidos en la lejanía, cuyo horizonte era el vacío y la nada.

   Miró todo a su alrededor, descubrió que todo se iba pintando de color cenizas. Un prolongado silencio se interpuso entre ellas, Juliet, por su parte, sólo observaba, convirtiéndose en testigo involuntario de aquella escena. Le interesaba permanecer allí, pues Elena, desde hace algún tiempo atrás, se había enterado de su relación con su hermana Dominique. Lo había avalado, y se lo agradecía constantemente. 

 La mujer permaneció sentada, jugaba con el dedo índice sobre la mesa, lo hacía girar sin sentido. Se entretuvo también con sus cabellos, y comenzó a desenredar las trenzas que colgaban sobre sus hombros. De pronto se puso a gritar como una loca, gritaba desenfrenadamente. No soportó más, se puso de pie, y airada se acercó a Anne-Laure. La tomó del pelo, la sacudió varias veces, simultáneamente le iba propinando golpes con la palma de la mano, descargando, de esta forma, toda su furia sobre la muchacha. No bien había descargado esa seguidilla de golpes sobre Anne-Laure, prosiguió con golpes de pies. Cuando soltó la chica, comenzó a dar vueltas por la casa como una endemoniada.

- ¡Ven, Ven!, -decía como una loca, -tenemos que hacer algo. No puedes tener a esa criatura. Quiero otra cosa para ti. No, no es el momento de un bebe. ¡Salta, salta por favor! Tienes que eliminarlo. Mejor ven, toma algo, bebe algo que le ayude a eliminarlo. ¡Juliet acércate, acércate, ayúdame por favor! Trae las hierbas, no mejor trae un fierro, vamos a interrumpir el embarazo.

La pequeña Anne-Laure no decía nada. Su rostro tenía una marcada tonalidad amarillenta, se fragmentaba su rostro terso y limpio, se desdibujaban, además, sus finas líneas. Juliet y Elena unieron sus fuerzas para someter a la joven, después de una breve resistencia lograron recostarla en el suelo. La chica continuaba resistiéndose, no deseaba perder a su hijo, no lo deseaba, y la única respuesta posible, en ese instante, era oponer tenaz resistencia, pero con dos personas sobre ella inmovilizándola, le resultaba imposible. El hombre y la mujer pusieron en marcha sus oscuros deseos, hasta que, la chica no pudo seguir con su lucha y se entregó, así con un corazón inseguro, pensando que, en ese acto, ella también comenzaba a morir.


Camila Angélica. Entrada 89



Entrada 89.
 
 Una débil luz estalló en el algún punto de sus pupilas. Era, el reflejo de una antigua bombilla que, a duras penas, colgaba de un madero café. El palo redondo era posible verlo a tres metros de distancia, una gran parte estaba, carcomida por las termitas. Desde ese endeble y desgastado madero, colgaba el único farol que iluminaba el camino. No se escuchaba ruido alguno, y de vez en cuando, irrumpía el mar con un silencioso movimiento de olas. El camino estaba desnivelado, en ocasiones se hacía difícil su recorrido debido a las continuas y elevadas pendientes que se iban presentando. Pollier iba a decir algo, pero eligió el silencio. Luego se detuvo, permitiendo que el viento solicio, que deambulaba por todas partes, recorriera todo su cuerpo. El miró, atento, quizá esperando que apuraran el paso sus hombres. El coreano, junto a Maciel caminaba adelante. Gustavo y Antoine, en cambio, iban cerrando la fila. Al medio de la larga hilera, y protegida por un séquito de hombres, se encontraba Anne-Laura. Caminaba acongojada y confusa. El coreano se acercó a Martín Pollier y le comentó en voz baja.

- ¡Aquella pequeña casa es la de tía Elena!

- ¡Bien, saquen a esa vieja para que vaya entonando sus pecados, si por casualidad olvidó la melodía, la haremos cantar!  -Imputó un molesto Martín Pollier. Anne-Laura tembló un poco, sabiendo de lo que era capaz el hombre de los navíos. Ella intentaba concentrarse en ese instante y procuraba no perderse ningún detalle de lo que estaba aconteciendo a su alrededor. A pesar de las intensas y sucesivas reflexiones que realizaba, parecía ignorar el inminente peligro. 

   Tía Elena, al escuchar tanto barullo, decidió salir de la casa para ver qué sucedía. Al instante Martín Pollier tomó su mano y se la llevo a la fuerza, abriéndose paso entre el grupo de hombres que lo acompañaba. Avanzó unos metros, con ella hasta que la puso frente a Anne-Laura. A la anciana se le notaba desconcertada, su corazón respiraba con dificultad, y su voz apenas salía. Martín Pollier le golpeó la espalda y le dijo.

- Ustedes tiene mucho que contar..., espero que comience usted Elena. Pollier estaba acelerado, y tenía la urgencia de la verdad.

- ¡No sé de qué habla usted Martín, explíquese mejor!

- ¡Habla Anne-Laura, habla y explícale a esta vieja! Cuenta lo que sucedió. Anne-Laura no podía apartar de su memoria aquella triste tarde en la que, de forma involuntaria, había dado muerte al bebe que estaba por nacer. ¿Cuántos días tendría aquel inocente ser? -Se preguntó con dolor, y mucha agonía.

- ¡Qué horror!, -se lamentó desde lo más profundo de su conciencia, y no había palabras que justificaran esa canallada. Mientras pensaba, una suave llovizna caía sobre sus cabellos, caían esas pequeñas gotas como buscando un refugio. Sus facciones se iban humedeciendo, perdiendo el calor a medida que pasaba el tiempo. En fracción de segundos había pasado gran parte de su historia por sus recuerdos. Respiró hondo, y logró experimentar, en términos físicos, el gran dolor de su alma. Existen dolores, -pensó que jamás se olvidan, pesares que nos acompañarán el resto de nuestras vidas. Ni siquiera ofreciendo ese dolor a alguna divinidad. La culpa es la daga que lacera la vida, inmisericorde, en el tiempo, y en los recuerdos, -se decía sin consuelo, anhelando que alguno de los marineros clavara el brillante metal de sus espaldas en su corazón, y así, de esta forma, poner fin a sus desdichas. La voz de Martín Pollier la trajo de regreso a la realidad, una voz que la turbó aún más. Estaba acorralada, y su verdad, tan celosamente resguardada, expuesta, sin que ella mediara en los acontecimientos. Se abría a los oídos de los demás, y simplemente deseaba que, ese momento, se diluyera en una cristalina partícula de sus tibias lágrimas.

- ¿Qué nombre tendría su hija de haber vivido? ¡Sí!, -de haber sobrevivido sería una chica alegre y buena moza..., como ella, tal vez. Pero, ¿cómo podría saberlo?, si todo se reducía a unas pocas pinceladas de ilusión y deseos. Ahora, quizá, le inventaría una vida para ella, le crearía una sonrisa, probablemente, ahora, le daría su propia vida. 
    No había sido posible alcanzar la vida de su hija porque Elena, su madre, prácticamente la había obligado a abortar. Ella, Anne-Laure, tan pequeña en ese tiempo, le había resultado imposible desentenderse de las palabras de Elena, y en algún punto, conectó con ese afán, y ejecutó, sin miramientos ni miedos, los deseos de su madre.
 Tía Elena, se replegaba sobre sí, y aunque apenas lograba navegar hacía sus recuerdos, el pasado, en ella, cobraba una vida propia, conjugando los tiempos, en un instante efímero e inevitable. 

-En aquel tiempo, -dijo por fin a modo de confesión, -Tenía para mi hija expectativas muy elevadas. No sé, perspectivas de una vida mejor para ella. Esa niña no alcanzó a nacer porque, debo reconocerlo, intereses triviales llenaron mi cabeza. Todo eso se había borrado de mi memoria. No es bueno quedarse estancado en las desgracias que hemos vivido, por eso había olvidado.

-Aquella tarde estaba con nosotras Juliet, él pasó a saludarnos, y se quedó un par de horas con Anne-Laure. A los dos nos sorprendió la noticia que pronunció intempestivamente Anne-Laure, dando cuenta de su embarazo. Inmediatamente entendí que debía intervenir. Le exigí, en el mismo momento, que se practicara un aborto. Los hombres, dispuestos en un círculo, escuchaban atentos los pormenores, celosamente guardados por la anciana. Martín, sobre todo él, se mostraba atento, escuchando el sin sentido de una decisión que marcaría para siempre la historia ambas mujeres.

-Dígame Elena, -preguntó Martin Pollier, ¿Esa niña era mi hija?

-Ahora es niña es un espíritu Martín. Un espíritu que deambula intranquilo por nuestros mundos, y se encarga, cada cierto tiempo, de recordarnos lo que hicimos. Sólo Antoine puede conversar con ella, porque ellos se hacen visibles a las almas puras y nobles. El resto la puede ver, más no puede ingresar a su dimensión.  Esa niña, a quien negamos la vida, existe para atormentarnos y para recalcar siempre la índole miserable de nuestras acciones.
                                                                                        
-Responda Elena, ¿esa niña era mi hija?

sábado, 15 de octubre de 2016

Entrada 88. Camila Angélica.


Entrada 88.

-¡Apague, apague hombre! –gritaba Pollier sumamente agitado. Él, nunca antes,  había tenido bigotes, pero dos trazos de carbón desparramados en su labio superior, le hacían ver como si hubiese tenido. Con ambas manos agitaba un manto grueso para apagar la ferocidad de las llamas. Al mismo tiempo que agitaba el manto, se acercaba al lugar en el que yacía  Isabelle. Saltó unos trozos de madera, que aún incandescente, se había desprendido del cielo raso. Un marinero, más corpulento, iba siguiendo sus pasos.  Caminaban entre lenguas de fuego que aparecían y se escondían acorde a los movimientos del viento. Cuando llegó al lado de su mujer, se arrodilló solemnemente, con el simple propósito de mirar a sus ojos.

-¡Es inútil señor! Las llamas avanzan con más intensidad.

-¡Ayúdame a levantarla!, -suplicó singularmente conmovido. Luego, observando el rostro opalescente del hombre, afirmó.

-¡Tenemos que auxiliarla! Cerca de ellos, se escuchó otro desprendimiento de madera. Entonces, con la cabeza de Isabelle en sus manos, Martín Pollier pudo escuchar a duras penas.

-¡Ayúdame!  Solicitaba ella, -él, de repente muy afectado, asintió con la cabeza.

-¡Ahora levántate!, -le indicó el hombre corpulento. Desde su privilegiada posición los examinó a los dos y logró constatar, en un solo acto y en un solo momento, las dos caras del amor. El odio y el afecto se conjugaban en medio de un escenario espantoso y destructivo. Sin esperar otra indicación, el marinero de amplio pecho y de gruesas espaldas, tomó en sus brazos a Isabelle y la condujo al antejardín. Anduvo sorteando varios obstáculos, tratando de no desestabilizarse. Cuando llegó afuera se inclinó y dejó a la mujer recostada sobre el húmedo césped. El mismo césped, que hora antes, observara con quisquillosa atención.  Se veía, alrededor de los párpados, un rojo intenso que tocaba, prácticamente, todo el armado de sus ojos. Ella miraba desde un rojo que le quemaba cruelmente la piel.

  En cuanto lograron salir y se vieron libres del fuego, Pollier pidió al marinero que los dejara solos.

-¡Bueno, señor Martín como usted ordene! -Contestó él con flemática actitud. En cuanto se vio a solas con ella, se acercó un poco más y le dijo.

-Creo que usted tendrá algo que decirme. Isabelle no respondió. Experimentaba, eso sí, que sus esfuerzos estaban enfocados a mantenerse bien. Por momentos, la sensación de vacío en interior era completa. El olor a quemado todavía se filtraba por sus narices, y aunque intentaba desprenderse de ese olor, no lo lograba. La sensación de vacío crecía a medida que transcurrían los minutos. Se iba transformando en constantes vértigos, y le resultaba difícil mantener la cabeza en algún lugar. Los desvaríos le llevaron a ver una extensa planicie, repleta de árboles, copada de luz, rebosante de colores, burbujeante de vida. Quiso avanzar, y anheló quedarse ahí para descansar. Experimentaba un cansancio mortal en todo su cuerpo.

-¡Oye Pollier!..., ¡Ay, ay!, -decía y exclamaba ella desde el dolor. Hizo  señas con su mando,  para que Pollier acercara su oído a su boca. La respiración de la mujer fue desapareciendo gradualmente entre la fila de sus blancos dientes.

-¡Aquí, aquí! Escucha…, escucha. –Decía mostrando sus labios.

-Pero, pero…, la tía Angélica. Ella sabe todo, ella…, -con sus últimas palabras, esos labios gruesos se cerraron, y soltó después un desgarrador gemido. Luego, sus ojos quedaron abiertos, capturados por el rígido pliegue de los párpados.


Vicente Alexander Bastías. 

viernes, 14 de octubre de 2016

Entrada 87. Camila Angélica.

  
Entrada 87.
 
La llovizna comenzó a caer suave sobre la hierba. La noche había dejado de asomarse al mundo, invisible reposaba distendida. Pequeñas luciérnagas, suspendidas en el aire, transformándose en diminutas lamparillas recorrían los espacios con libertad.  Insectos luminiscentes, flotando misteriosamente alrededor, buscando esa humedad que tanto les gusta. La ventana de la mansión estaba abierta, y se podía ver la hilera de árboles que se perdían luego en la oscuridad. Todo era sombra, las tinieblas impenetrables, facilitaban, el que todo elemento, pareciera moverse desde la nada. El acuerdo tácito de la noche y las sombras lograba crear realidades distintas a medida que avanzaban juntas. La luna, muy lejos, observaba cauta y atenta.

          Isabelle se había puesto sobre los hombros una prenda de lana. Estaba parada frente a la ventana mirando las variadas formas del jardín. Don Heriberto ya no leía, dormitaba en la misma silla con la cabeza inclinada.

-Sabes, -dijo al fin, - esa idea de hundir el alborean me parece infantil. No creo que sea lo más efectivo. Realizada esta afirmación, se dispuso a mirarlo de forma muy particular. Don Heriberto, por su parte, despertó con un breve sobresalto. Se reacomodó en la silla, y se dispuso a escuchar.

- ¡Sí, dime!

-Qué esa idea de hundir el alborean no me parece muy lógica. ¿Qué sacamos con hacer eso? Martín posee cientos de barcos

- ¿Será habitual que Pollier esté en nuestras conversaciones?, -preguntó él moviendo la cabeza algo irritado.

-Mejor echemos su humanidad al mar…, ¡y ya se acabó! Pero, si lo hacemos, no podemos vacilar, agregó con suma frialdad.

-Le podemos encomendar la tarea a Anne-Laure, a cambio, le daremos algo más de lo que pide. Pienso que, por lo que se refiere a ella, no puede abandonarnos. Es la única manera en que logre perdonarla. Isabelle nuevamente fijó los ojos en el jardín, e intentó unir todas las líneas que veía, con el solo propósito, de darles sentido. Miró al fondo de la oscuridad, y no encontró ninguna salida, más, al mirarse a sí misma, vislumbró una pequeña luz que le alentó.

-Las decisiones precipitadas siempre nos llevan a tropezar. Tenemos que pensarlo.

   De pronto, en medio de esa oscuridad se escucharon carreras precipitadas. Isabelle se aproximó cautelosamente a la puerta de entrada, en segundos los ruidos desaparecieron. 

Todo quedo en silencio, y sólo el viento hizo notar su presencia al acariciar el rostro preocupado de la mujer. Don Heriberto se parapetó cerca de la pared, colocando su espalda en el duro muro del salón. Comenzaron a mirarse, sin comprender nada. Isabelle pensó correr hacia la escalera que llevaba al segundo piso, pero más bien, avanzó a la puerta de salida. Cuando quiso abrirla descubrió que estaba sellada completamente. Pronto realizó un pequeño guiño a Heriberto para que la siguiera a la salida de atrás. También estaba cerrada, y no hubo forma de abrirla, pese a todo el empeño que puso don Heriberto. Después de esa acción se hizo más intenso el silencio. Al cabo de un rato se escuchó una voz.

- ¿Y para qué quieren escapar…, si vivirán eternamente juntos? Ellos no dijeron nada, y sintieron de repente que les faltaba el aire. En cuanto se percataron que todo se llenaba de humo, comenzaron a perder la visibilidad, y se hizo necesario caminar palpando los muros. 
Ambos movían las manos para todos lados tratando de hacer un espacio en la liviana densidad del humo. Fueron vanos intentos, porque ese humo ingresaba a sus pulmones impidiéndoles, gradualmente, respirar con facilidad.  Por la falta de aire Isabelle no pudo seguir caminando. Cayó al suelo, e intentó tironear el pantalón de Heriberto.

- ¡Salgamos de aquí!, -gritó con un fuerte dolor en el pecho. Ella no respondió nada, y antes de que sus ojos llorosos vieran las bravas  llamas que salían de todas partes, señaló con el dedo a Juliet y a Dominique, y bramó de una forma casi indescifrable.

 - ¡Rescátalos, rescátalos por favor!

No hubo respuesta, Heriberto cayó a su lado afectado también por la falta del aire, y sus brillantes ojos se fueron apagando a medida que ingresaba el fuego al salón. Desde un reducido lugar de sus conciencias, veían, cómo todo era arrasado por las llamas. Después de media hora, sus cuerpos dejaron de resistir, y antes de cerrar sus ojos definitivamente lograron ver, encuadrado en el pórtico de la puerta, la elevaba y orgullosa figura de Martín Pollier.


Vicente Alexander Bastías  / octubre 2016

miércoles, 12 de octubre de 2016

Entrada 86. Camila Angélica


Entrada 86.
 
Antes de disponerse a dormir la noche fue tranquilamente encendiendo las estrellas. Pretendía dejarlas atentas y vigilantes a su necesario descanso. Una vez que regresó de ese paseo por esas estrellas de luz titilante, abrió sus brazos azul marino y los extendió por el mundo.

  Su descanso permitió el sueño de millones de personas, y pudo ver cómo, en esos sueños paseaban por sus recuerdos.  Cuando la noche respiró, su limpio hálito recorrió la tierra. Precisamente, todo en aquella oportunidad, parecía estar quieto, no obstante, esto, en dos personas del pueblo la sangre de sus cuerpos no dejaba de circular.

  Isabelle y don Heriberto, instalados en el gran salón de la casa, husmeaban en las miradas, para entender las verdaderas intenciones del otro. Los ojos, en pequeños movimientos, buscaban aprehender, y, sobre todo, tocar el alma de su compañero. Probablemente, o inconscientemente, buscaban algún indicio de sinceridad. Además, esas mismas miradas observaban, de vez en cuando, la curiosa postura de los tullidos hermanos. Isabel, que siempre resultaba ser la más condescendiente en la familia se aproximó a ellos y les dijo.

-Ahora pueden hablar desde el silencio. Es una lástima que nadie los escuche. Juliet y Dominique se ponían tristes, y esa tristeza, sólo se podían reflejar en una limpia mirada que, también parecía inmóvil.

      Isabelle se paseaba por el salón. Cada cierto tiempo, volvía la mirada hacía Heriberto para rastrear lo que estaba haciendo. Él, por su parte, sostenía entre sus manos, una enorme hoja de periódico. Sus dos grandes ojos buscaban información relevante. Estaba sumergido en la lectura, sin embargo, su fino oído distinguía hasta el más fino comentario de Isabelle. La luz del salón era más bien débil e iluminaba parcialmente el espacio. En un cambio de dirección, Isabelle se dirigió a don Heriberto. Puso sus manos en las hojas del periódico y lo bajó hasta encontrarse con el rostro del otrora administrador. Cuando logró captar su atención preguntó.

¿Crees que Pollier tuvo un desliz con Anne-laure?

- ¡Así lo creo! -respondió categórico él, con palabras tan frías que hasta parecían estar tocadas por la nieve. Luego se levantó súbitamente, inquieto. Una vez más salieron de su boca unas aceradas palabras.

-Lo hemos castigado. Nuestra relación, parecerá a su conciencia, un acto vagamente conocido. Es válido admitir que todo esto ha llegado a sus oídos.

- ¡Sin lugar a dudas!, -comentó ella, -Los rumores se expanden con mucha facilidad, -continuó como si desempolvara una verdad algo olvidada.

    Después de este diálogo ambos permanecieron en silencio. Don Heriberto retomó la lectura del periódico, en cambio, Isabelle eligió sentarse en uno de los cómodos sillones. La mujer permaneció algunos segundos pensando. Después levantó la cabeza y lo volvió a mirar. Había algo, -deducía ella, que no estaba del todo resuelto. Estalló, en su cabeza, la burbuja de una idea nueva…, pero luego siguió reflexionando.

- ¡Maldito Pollier!, -dijo enseguida.

- ¿Por qué se relacionó con Anne-Laure? Nunca confesó nada, tampoco yo sospeché algo. ¿Pero cómo un hombre puede ser como un pájaro? ¿Qué gusto tiene pararse en cualquier rama?

- Ese no es el tema, -respondió despreocupado don Heriberto.

 -El problema es el nacimiento de una niña.

- ¡Tienes razón!, -asintió ella con algo de forzada resignación.

- ¿Entonces qué hay de las dudas? -Concluyó más pensativa que antes.

-Eso quedará en la nebulosa, -exclamó el hombre con más claridad y con los dientes apretados de tanto pensar. Isabelle se dio todo el tiempo necesario para examinar el conjunto de ideas que estaban suspendidas en el aire. De ese conjunto tomó una idea la que abrió como un rollo de papel., después comentó.

-Pero un hombre es incapaz de mirar sus errores, en cambio, destaca con mucha facilidad las equivocaciones de la mujer, creo que Martín me debe estar culpando de todo esto.

-Es el derecho del hombre por el solo hecho de ser hombre, - alejó don Heriberto en tono socarrón.

- Entiendo que Pollier regresará, -comentó después ella, regresando a la dirección y al tema de la conversación. La mirada de don Heriberto logró al fin despejarse de las letras del periódico, rasgó el aire con una mirada amenazadora y sostuvo.

- Las intrigas de todos sacan a la luz nuestros miedos. Cuando creíamos férreamente en la lealtad y en la amistad, siempre había alguien apuñalándonos por la espalda, y es lógico que esa misma premisa haya socavado nuestros corazones, en consecuencia, apreciada Isabelle, no tenemos que asombrarnos demasiado.

  Don Heriberto se levantó de la silla. Caminó unos pasos, sin antes examinar los detalles del gran salón.

Avanzó al rincón donde estaban los inmovilizados hermanos, se mantuvo vigilante un momento, mientras se tocaba nervioso una oreja. Isabelle, en tanto, lo miraba curiosa. Se aproximó a Juliet, retrocedió dos pasos, y obedeciendo a un impulso sorpresivo se atrevió a plantear.

-¡Martín Pollier es un hombre malvado! ¿Qué padre es capaz de atentar contra sus hijos? No me resulta extraño que lo acusen de matar a una de sus hijas. Este acto criminal cometido en contra de Dominique y juliet confirmarían esa tesis.

- ¡No es posible!, -refutó Isabelle  espoloneada por el comentario de don Heriberto.
-Es claro, no fue él. ¡No, no! No es posible. Y se quedó ella imbuida en sus dudas. Alzó luego el mentón y afirmó sin esperar la atención de su nuevo compañero.

-Fue Anne-Laure, instigada, obviamente, por su madre. Los vericuetos del alma humana son, en ocasiones intransitables. Lo extraño es que ellas dos no asumen ese crimen, es más, lo niegan. Quizá sea lo que afirma Hamlet: “No hay bien ni mal más que el que construye el pensamiento” O es que la oscuridad de sus almas les impide verse.

- ¿Pero quién es más culpable? -Preguntó un interesado Heriberto.

-Obviamente, la madre de Anne-Laure que siempre actuaba desde el anonimato.  En definitiva, algún día, ellas tendrán que conversar sobre ese tema. -Aseveró la mujer con extrema seriedad.

-Intentan borrar ese crimen buscando las imperfecciones en los demás. -acotó ella fantaseando con las soluciones.

  A ratos la atmósfera del lugar era completamente extraña. La claridad que se iba manifestando en sus mentes les permitía llegar a conclusiones más precisas y claras.

- ¿Qué haremos con Pollier? Preguntó Isabelle realizando vanos esfuerzos por posponer la interrogante.

-A esa pregunta no cabe otra respuesta. A Martín pollier le quitaremos su bien más preciado…, hundiremos el centro que anima su alma. Le hundiremos el alborean. Es la única forma de destruirlo, y desde luego, con esto se desmoronará su vanidad y su prepotencia.

 Vicente Alexander Bastías


miércoles, 5 de octubre de 2016

Entrada 85. Camila Angélica


Entrada 85.
 
-El amor es una ilusión, tal como lo es la vida, -sostuvo un meditabundo Martin Pollier.  Arrastrados al medio del mar, y teniendo a la tarde apunto de ingresar a sus ojos, pidió un momento a sus hombres para conversar sobre las siguientes acciones. Una vez que todos estaban reunidos dijo pausada y tranquilamente.

 - ¡Marineros!, ahora del tutinji-pacific. Es cierto que nos hemos enfrentados a muchos desafíos, y se han presentado a nosotros muchas batallas, las que hemos ganado en buena lid. -Martín hablaba lento como si fuese desgranando cada una de las palabras que iba a pronunciar. Por momentos, pareció bajar al fondo de su alma, para dedicarse a seleccionar los vocablos más exactos.

-Nadie nos hundió, -prosiguió pensativo, -ni siquiera las poderosas fuerzas de la naturaleza, no obstante, aquello, la batalla más importante que se debe dar en la vida es la batalla por el amor. Solo una cosa en la vida permite que el hombre se vaya a pique, y esa es, nada menos, que la falta del amor. Y yo, que ignoraba lo que sucedía en mi casa, olvidé lo más relevante: Amar a quienes estaban a mi lado. Mi corazón, apreciados marineros, está destrozado, y espera el momento, más propicio para incorporarse y volver a luchar.

    Todo en la vida disminuye, prácticamente todo. La intensidad del sol disminuye a medida que avanza la tarde. El cuerpo disminuye sus fuerzas a medida que avanza la vida, de igual modo, se reduce el intenso color verde de las hojas a medida que llega el invierno, y en un cambio inesperado, y casi imperceptible, todo cambia al amarillo café del otoño. A pesar de todo esto, existe algo que nunca va a reducir su fuerza y su poder. Escuchen bien marineros. Esa cosa es el amor. Una vida sin amar nos impide alcanzar cualquier puerto, ni siquiera nos permite visualizarlo. Sin amor el corazón es pequeño y siempre navega a la deriva. Mi corazón -aseveró dubitativo, -está petrificado, no tanto por haber sido traicionado, sino porque ese desgraciado de Heriberto utilizó mi propio lecho para acostarse con mi mujer…, ¿saben ustedes que significa eso? Claro que no, no lo pueden saber…, porque nunca compartieron con ese filosofo de pacotilla. Les contaré: Jamás ha utilizado un perfume, y me puedo imaginar el olor que dejó en ese dormitorio. 

   Realicé grandes esfuerzos por Isabelle; recuerdo que pusimos felices nuestros pies en el altar. Íbamos por la vida contentos hasta que se dejó conquistar por esa lengua remojada en los vapores del azufre. Apenas he logrado asimilar todo esto…, ¡y ya imagino el cuello de ese desgraciado entre mis manos! Apenas desembarquemos, las primeras tronaduras de pólvoras serán para él.

  Naveguemos siempre al oeste, y caminemos tranquilos con la cabeza muy en alto porque el honor será restituido, se borrará la deshonra que ha dejado la infidelidad de mi mujer. -Hablaba Martín Pollier con inusitada sinceridad, llegando hondamente al corazón de sus hombres. Sus palabras habían sido recibidas de buena fe, como si hablara desde una soterrada generosidad, aunque, todos sabían que les hablaba el más bellaco y despreciable de los marineros.

-Haremos un brindis por todos estos propósitos, -dijo finalmente. Entonces, todos los hombres volvieron a centrarse en las rítmicas ondulaciones del mar, y se dedicaron a revisar el velamen para que operase correctamente.

- A propósito, -preguntó Pollier, - ¿Dónde quedó Antoine? ¿Está con nosotros, o se quedó en el alborean?

-Está en el alborean, -respondió Maciel, -y luego agregó, -Esperemos que en este último tramo del viaje nadie nos sorprenda.

- Usted está a cargo capitán Maciel, puede pilotar esta nave y gobernarla tal como lo hizo con el alborean. No lo vaya a sorprender nuevamente colgando de un árbol y mostrando gran parte de esas consumidas nalgas…, de verdad me llevó a recordar a las esqueléticas gallinas que venden en el mercado de abastos. Todo eso resultó bastante cómico. No entiendo cómo pudieron librar de todo eso, -exclamó en voz alta Pollier.

- ¡Todas las velas la viento, todas las velas al viento! -gritaba un hombre desde la cofa de vigía.

- ¡Regalemos todas nuestras velas al viento! – añadía contento.