Entrada 92.
- ¡Ay de ti Elena!, - repetía porfiadamente Martín Pollier. Sentado en la base de una roca, miraba inquieto, pasando su mano por el cabello desgreñado.
- ¡Ay de ti Elena!, - repetía porfiadamente Martín Pollier. Sentado en la base de una roca, miraba inquieto, pasando su mano por el cabello desgreñado.
-Por
cuanto has reconocido, entiendo que son sucesos que transcurrieron hace mucho
tiempo.
Una
vez que Terminó estas palabras, se levantó de la roca, mientras se paraba iba
recogiendo lentamente la manga de su camisa. No había actos involuntarios en
sus movimientos, todo lo que ejecutaba obedecía a un cálculo premeditado. Se
detuvo frente a Elena, a la que continuamente miraba con recelos. Murmuró algo a Augusto, al que señaló un
punto indeterminado en el horizonte. El marinero, después de acercar su oído a
la boca de Martín, partió a pasos largos.
Anne-Laure, estaba, por el contrario,
muy afligida. Fue en ese minuto cuando estimó que era necesario replicar,
porque de lo contrario, todos pensarían que ella había permitido el velo de su
desgracia. Movida a compunción, reflexionó breves segundos sus palabras, y al
final, comentó con el sonsonete de la tristeza, pero una ráfaga de viento
recortó sus palabras, y el ulular del viento las hizo inaudible. Entonces
exclamó en voz alta.
-
¡Fue hace mucho tiempo! Su voz, cada vez más poderosa, se impuso al persistente
sonido del viento, aunque parte de su cuerpo se manifestaba tembloroso.
Entonces, dirigiéndose a Elena con voz áspera la interpeló.
-
¡Reconoce tu crimen madre! ¿Por qué me obligaste a realizar ese acto? ¡Mírate a
ti misma! ¿Cuánto daño has realizado?
-
¡Basta de recriminaciones, son un par de diablas! Llenas de excentricidades y
secretos. Exhiben sus debilidades, y las convierten en virtudes. ¡Quién puede
comprender aquello! -Aclaró un ofuscado Pollier. Ahora las obligaré a decir la verdad. ¡Qué
pasó con la otra muchacha, en razón de qué, afirmaban que era mi hija! Escuchen claramente, no quiero distorsiones,
o de lo contrario, el dolor le hará rechinar los dientes. Un día me atreví a
amarte Anne-Laure, sin embargo, nunca imaginé tanta maledicencia. ¡Qué sucedió
con Camila Angélica!, y se abalanzó sobre la mujer con las pupilas extraviadas
en un espeso color bermejo. Anne-Laure no se amilanó, más bien, se puso de pie,
y le respondió.
-Cómo
crees tú que iba a presentarte a mi hija, si la ecuación que haces de la vida
es insustancial. ¿A quién quieres tú Martín Pollier? Lo único que amas de
verdad son tus barcos. Si en realidad deseas saber, te aliento a investigarlo. Pollier,
se limitaba a navegar en el amplio espacio de las dudas, y sin tener respuestas
decidió retirarse junto a sus hombres.
-Con
las mujeres, -sostuvo displicente, -siempre somos perdedores, en el plano
argumentativo, siempre encuentran una respuesta para todo. A pesar de la rabia
acumulada, Martín miró por última vez a las dos mujeres, esa mirada fue fría y
despectiva. Ellas todavía continuaban de rodillas sobre las rocas, él entonces se
dio vueltas, y se encaminó en dirección al mar.
Las costas apenas se
visualizaban, el mar parecía tener un color verde petróleo. La brillante noche
lo acompañaba en su caminar, y, entregó una mirada despectiva, sobre todo, en
su profunda resignación. Se escuchaba todavía la vigorosa consistencia de las
olas, Los hombres se acercaron más a Pollier, y caminaron despreocupados,
pretendiendo olvidar todo lo que habían escuchado. A medida que avanzaban,
otros ruidos aparecían, otros ruidos que no provenían del mar.
-Nótese,
-comentó Pollier, mirando seriamente a sus marineros. – y adviértase, Anne-Laure,
respondió a la pregunta que le formulé, la respondió con otra pregunta, se
infiere de eso que la respuesta que pensaba dar era positiva. Camila Angélica
es mi hija. -Y Continuó con una sonrisa de conformidad.
-Ahora
que Isabelle y el maestro de los sofismas navegan en la barcaza de Caronte,
puedo pensar, de un modo distinto, en aquella infortunada chiquilla; pues bien,
corresponde a mis hijos Juliet y Dominique, también hijos del “incestus”,
reunirse con Calígula y sus hermanas, por el contrario, a mí me corresponde
continuar con el “do ut des” de los romanos, o expresado en términos claros: Doy
para recibir.
-Usted
nunca va a cambiar Señor, -respondió sonriendo Maciel. ¿Dígame, usted siempre
fue tan malo?
-No
siempre…, creo que ahora, debido al arte del cinismo que han desarrollado esas
mujeres el corazón se me ha ablandado un poco.
- ¿Y
qué sucederá con ellas?
-Hay
que dejarlas, tienen suficiente castigo.
- ¿Pero
si ni siquiera las tocamos?
-La
línea transportadora de la existencia les recordará, en cada uno de sus tramos,
todo el daño que han hecho, y eso es, a mi entender, morir en alguna medida,
-Siempre
existe un amanecer, replicó sereno el capitán, siempre que lo anhelemos…, a
propósito, ¿qué instrucciones dio al marinero?
-Lo
envíe al alborean, allí espera Camila Angélica, debía comunicar que nos espera.