Camila Angélica, entrada 18
El sol salió más temprano que de
costumbre, apareció con la perfección de sus rayos luminosos. Una exhalación de
su calor tocó mi rostro cansado y me permitió despertar. Al abrir la pesadez de
mis ojos, una rata, muy cerca de mi cara, retenía entre los incisivos, trocitos
de mendrugo, lo afirmaba férreamente con sus patas delanteras. Se apoyaba,
además, en sus dos patas traseras. Lograba levantar el lomo levemente con cierta
dificultad, parecía que resistir una joroba. Lo único que retuvo mi atención fue su vientre
gris claro, que imperceptiblemente se movía. Un ruido externo la asustó por lo
que, con ligereza y facilidad, desapareció de mi vista. Me levanté del suelo,
estiré las piernas una par de segundos, estaba acalambrado, el suelo es duro
para dormir. El cuerpo, a pesar de que es flexible, nunca logra adaptarse a la
rigidez del cemento, y en los puntos de apoyo siempre queda el dolor. Me miré, estaba mugriento, mis manos negras
de grasa y tierra. Rasqué mi cabeza y noté el pelo tieso y grueso a causa del
polvo. Conquisté la inmovilidad de mis piernas, puede caminar un poco, luego
levanté mis brazos para enderezar mi espalda. Estaba en eso cuando vi que el
tambor de la chapa se movió. La puerta gruesa se levantó chirriante, después apareció
don Heriberto, apenas ingresó miró todo, con un rostro serio y pensativo.
-Aquí pasa algo, -dijo cortante.
Posteriormente elevó la mirada al cielo raso, vio un ventilador a punto de
desprenderse de los soporte. Un ventilador torcido, negro por la falta de
limpieza, giraba con dificultad y dando saltos en cada vuelta tenía un sonido
agudo y estridente. Al mismo tiempo el otro ojo se fijaba en una vetusta
ventana de cristales amarillos. A medida que hablaba se iba agitando, y el
intenso calor de la mañana, sonrojaba gradualmente la piel de su cara. Igualmente
el malestar se incubó en zonas precisas del cerebro, finalmente don Heriberto
gruñó.
-¡Por qué no puedes ser amable!
¡Qué pasa por tu cabeza? ¿Por qué provocas a la gente?
En ningún momento titubeó el
administrador, estaba realmente enfadado. Habitualmente era un caballero gentil,
pero las circunstancias habían modificado sus parámetros de normalidad
en aquel luctuoso momento. Miró con lástima a ese pobre desgraciado que le
miraba, creyendo él, que poco o nada entendía de lo que decía. Bajó el tono de
voz, que hasta ese instante resultaba ser vocinglero, escandaloso. La pena
brotó espontánea, y contuvo el brote de sus lágrimas. Con aire de débil
reproche, parafraseó más tranquilo.
-Hijo, sentiría mucho perderte.
Por favor continua tu vida, y no desees inmiscuirte en asuntos que están
resueltos hace mucho tiempo. Deseamos en este pueblo seguir creyendo en las
verdades que todos aceptamos. Esa es nuestra verdad, la hemos tolerado, de esa
manera podemos subsistir y proyectarnos en el tiempo. Pero tú no intentes
modificar esas creencias.
El muchacho le miraba fijamente a la cara con
imprecisas gesticulaciones. Se quedó divagando, luego se trasladó al
otro ángulo de la habitación. Don Heriberto fue incapaz de proseguir ante la
cara de desventura del joven adolescente, sobre todo cuando afirmó.
-Ella me habla a través de mis
sueños.
Vicente Alexander Bastias /
Febrero 2016