Si esas imágenes del pasado reflotaran desde la memoria, de una nebulosa contradictoria. En qué momentos se llega a pensar que todo lo que hemos vivido ha sido correcto. Llegamos a pensar que la inocencia de la niñez fluía en nosotros de una forma incondicional, (y pensamos), en qué instante la realidad nos señaló lo equivocado que estábamos. Ahora quedan como famélicas imágenes del pasado lo que hemos vivido, sin la posibilidad de resarcir, de rearmar, de reconstruir, lo que está dado. Y vamos hurgando en la conciencia, buscando las pequeñas presencias que iluminaron tan felizmente nuestras vidas, y nos quedamos en eso, hasta que el tiempo nos consume de manera inexorable. No soñábamos, vivíamos, y todo eso era tan real, por eso quizá un sueño, una vida, se desvanecen en el brillo de miradas agotadas. Y es probable, que en algún punto de estos pensamientos se deslizara Anne-Laure para comprender que la vida, aunque nos digan lo contrario, no existen una segunda oportunidad. Ella, al recordar se quedaba pensando, y en efecto, concluía que la verdad que la acompañaba era más maciza que la plata. Estaba tranquila, ese momento estaba impregnado de desabridas realidades.
A
través de la ventana observó la extraña forma que tomaban los
árboles en la mañana, parecían tristes, al igual que ella; los
gorriones gorjobeaban sin dejarse ver; y la neblina misteriosa de ese
momento, parecía husmear en su conciencia. Anne-Laure, sin hacer
mayores movimientos, contempló cómo esos árboles y sus ramas se
agitaban imperceptiblemente, y al mirar en todas direcciones,
parecían decirle adiós.
Con
suaves ademanes, iba arreglando sus cosas, sin apuros, y casi sin
ánimos. Pensaba partir, y dejar todo ese mundo atrás. No lo
necesitaba, en términos más precisos, desde hace mucho tiempo su
mente y su espíritu viajaban por otro lugar. Por eso quizá,
necesitaba realizar el acto material de arregla sus cosas, y
confirmar lo que sus pensamientos le señalaba, ella se había ido a
lugares inexplorados, se había trasladado a paisajes y, sobre todo,
a los pasajes de una mente que ya no era incondicional, y que
pupulaba por realidades inexistentes. Con austeridad y con ritos
sacramentales, preparaba una maleta, en ella guardaba el pasado al
que no podría renunciar.
Ella,
aún conservaba esa extraordinaria belleza que capturaba todas las
miradas, belleza de cabellos claros, de piel blanca y formas
deliciosamente delineadas; y unos ojos, que al igual que los panales,
concentraba la esencia de su miel; de una claridad indescriptible que
provocaba sutil, es deleites, profundos desasosiegos, infinitos
placeres. Anne-Laure, y el amor, en su tiempo había sido una
realidad copulativa.
-¿Cómo
es eso?, -preguntó con una voz minada por el cansancio.
-¡Hija!
Tienes que venir conmigo. No te quedarás en este pueblo.
-¡Sí,
claro, mamá! Iré contigo. -Se respondía así misma, mientras
imaginaba ver a su pequeña hija sentada al borde de la cama.
La luz
de una pequeña lámpara fijada en el velador, luchaba por no
extinguirse, y la triste sombra que proyectaba en la pared,
transformaba esa escena en algo mucho más patético. Anne-Laure
estaba absorta, contemplando gustosa la sana y expresiva cara de su
hija.
-Nos
iremos al mar mi pequeña. El mar nos espera. ¿Nuestra residencia?,
sí mi amor esa será nuestras residencia. ¡Hija!, acomódese el
vestido, -dijo con beneplácito, luego tomó a la niña del brazo, y
creyendo verla, imaginó que la acompañaba. Afuera abrió una
desarmada verja, que colgaba de dos pernos oxidados. A pocos metros
se escuchaba el mar, se encaminó a la playa. Después de caminar
unos pasos, hizo una pausa y manifestó en voz baja.
-¡Caminemos
hija, caminemos! Muy pronto sus pies rozaron la ondulación
discontinua de las olas, y comenzó a caminar. Avanzaba tranquila, el
fugaz resplandor de una ola iluminada por la luna, le advirtió que
el agua le llegaba a la altura de la cintura, no obstante aquello,
continuó caminando, cada vez con más dificultad. En medio del mar,
una fosa a sus pies, la hundió completamente, trató de salir a
flote, pero otra ola, la hundió por segunda vez. En la inmensidad de
la noche se escuchó un leve quejido, después el cuerpo fue tomado
por la fuerza de las corrientes de agua, y lo llevó mar a dentro. En
la absoluta soledad del mar, sólo se escuchó una última voz:
-¡Mamá!
Vicente
Alexander Bastías.
-Señor
Pollier. ¿Alguna vez se arrepentirá tía Elena?
-¡De
qué me está hablando Don Heriberto! El diablo nunca se arrepiente.