sábado, 25 de febrero de 2017

Entrada 112. Camila Angélica.



Entrada 112.
 
Entonces el hombre antes de continuar, miró a Pollier durante un momento. Estaba inmóvil y sus pensamientos se alineaban recreando antiguas imágenes. Una de sus  manos estaba  puesta en la cintura, en esa postura buscaba seguridad.  Lébregas, de vez en cuando, escupía nervioso, trataba de relacionar las palabras con los  hechos que necesitaba comunicar, y después, casi en el acto, la oscuridad de sus ideas tomó algo de luz.

-Cuando llegamos al funeral señor..., -dijo un poco más vivaz.

-¿Qué funeral señor Lébregas, de qué funeral me habla? -Preguntó Martín cambiando el lánguido cruce de sus piernas.

-Ya le explicaré señor, pero en aquella ocasión todos llevábamos rigurosos trajes negros. Llovía abundantemente, el cielo claroscuro amenazaba con cerrarse del todo. La tormenta se asomaba, y amenazaba con chorrear sus gruesas aguas por todas las calles. Nuestras pisadas iban quedando marcadas en un  fango que, a medida que transcurrían las horas,  se transformaba en una arcilla pegajosa. Las flores del campo santo perdían su olor; los claveles blancos perdían su vistosa textura y las líneas de agua que la cruzaban las contaminaba con el  oscuro barro. Cada cierto tiempo inclinábamos la cabeza como sencillo  gesto de piedad y consuelo. Bajo la mirada atenta de un largo séquito el pequeño ataúd avanzaba. En dos oportunidades me acerqué con el propósito de coger una de las azas, sin embargo, los conocidos con indulgencia me lo negaban. El séquito continuaba sin parar, a medida que avanzaban, el suelo iba descubriendo sus raíces fruto del agua que escurría incesante. Cuando mis pies tropezaron con la hierba aligeré el paso para ver de quien se trataba. Entonces observé el dulce y desolador ataúd de un niño. Ahora la suave lluvia caía silenciosa como sintiéndose culpable de llevar, en su incoloro flujo, el sueño  inocente de aquel pequeño. A pesar de la tristeza que embargaba a todos, nadie lo mencionaba, y más bien, centraban la atención en los jóvenes padres. Acuciosas las miradas de los asistentes, les escudriñaban en cada uno de los movimientos que realizaban, y movían la cabeza sin lograr comprender. Al cabo de dos horas en séquito se detuvo en la tierra ennegrecida; las señales de flores indicaban el lugar en el que reposaría definitivamente. Con el corazón apesumbrado cerré los ojos y elevé una oración, sobre todo cuando, escuchaba murmuraciones que no lograba interpretar. Entre el barro y el frondoso ramaje de un lugar que cubierto de soledad, se escuchaba un solo y poderoso murmullo:

-¡Ellos son hermanos! 

    Y ese vago murmullo se perdía en la incisura de unas nubes que no cesaban de llorar. Aumentaban las murmuraciones y con ella crecía la incordia, la manifiesta adversión hacía los jóvenes padres, y el secreto de ambos que comenzaba a trisarse.
-¿Quiénes eran esos jóvenes? -preguntó Martín Pollier, agitado y atento al relato del sargento.

-¿Y por qué estaban en el funeral de un infante? -insistió claramente asustado. El sargento alzó los ojos marrones, y su voz aguda se fue apagando. Miró con extravío a Pollier y experimentó por él cierta melanconia; su postura rígida y segura se fue desmoronando y comprendió, con profundo dolor que Martín Pollier pretendía dar forma a los personajes que él había descrito.

-¿Por qué usted Lébregas estaba en ese lugar? -añadió Pollier pensativo.

-Usted señor, usted había solicitado escolta..., estaba ahí por decisión suya.