Entrada 117.
El teniente se puso cerca del escritorio lanzando sus dos brazos con laxos ganchos, cuando las palmas descansaron en la superficie, esos brazos largos brazos adquirieron inusitada rigidez. Después el teniente desabrochó dos botones plateados de la ajustada chaqueta; carraspeó en tres ocasiones y sin levantar la vista preguntó.
El teniente se puso cerca del escritorio lanzando sus dos brazos con laxos ganchos, cuando las palmas descansaron en la superficie, esos brazos largos brazos adquirieron inusitada rigidez. Después el teniente desabrochó dos botones plateados de la ajustada chaqueta; carraspeó en tres ocasiones y sin levantar la vista preguntó.
-¿Qué haré con su arma?
-¡Oh! Verdad. Me la puede
devolver. Me arrepentí. Puedo ser bueno unos minutos, pero no durante mucho
tiempo. He sorteado en la vida muchas dificultades, esta no será la excepción.
Recuerde teniente. En los mares de áfrica
navegué sólo con la vela de foque. El vendaval
incontrolable golpeaba el alborean tratando a toda costa voltearlo.
Aterido, me sujetaba desesperado en el palo mayor. A mí alrededor, atisbaba
enormes montañas de agua. Lanzaba de mi boca, el agua salina del mar, y sufría pensando que el
cualquier minuto mis manos agotadas se soltaban del palo al que me aferraba.
Luego, dos horas más tarde, me servían desayuno en el palacio del príncipe Seribir. De la tormenta nada quedaba, detrás
de los cristales de la habitación, solo un sol rutilante me obligaba a
despertar.
-Entonces andando señor
Pollier. A preparar el barco. El teniente, Lébregas y el propio Martín,
salieron de la oficina, encaminaron sus pasos en dirección a la bahía, no sin
antes bajar una escalera de alfombra desgastada.
Al salir, vieron el blanco revoloteo de esmirrias gaviotas de
pico amarillo; planeaban lentas y vigilantes esperando caer raudas sobre las
plomizas siluetas de los peces que se movían sobre la clara superficie de las
olas. Muchos botes zarpaban mar adentro, enmarcados en el ambiente plomizo de
la bahía. Algunos pescadores recogían las mallas, al desenredarlas las
ordenaban. Esas manos gruesas, se volvían hábiles en ese propósito, a pesar de las heridas que recordaban la
ardua tarea de los hombres de mar.
-¡Ah! No lo exprese teniente. Es verdad. Soy algo extravagante..., eso creo.
-remarcó Pollier sin que nadie lo
interpelara.
-Iremos a todo vapor, las
calderas tienen que impulsar con potencia al barco.
-¿Cuál es el apuro señor?
-consultó el teniente.
-No tengo apuros teniente, en
el camino espero encontrarlos. La vida mi joven teniente es de caprichos
inusitados. Me revive constantemente la idea de los golfos anchos y profundos,
y sobre todo, cuando alcanzo a visualizar las pequeñas porciones de tierra
desde lo lejos.
No existe nada más hermoso que
el mar teniente. Un cambio de vientos puede significar el descubrimiento de
otros lugares; siempre tenemos que estar abiertos a nuevas experiencias, o de
lo contrario, ¿cómo cree usted que remozamos la rutina de la vida? La mente abierta
a la vida, para atraparla y succionarla como una esponja, para disfrutarla
plenamente, para no dejarse de sorprender.
-¿En qué barco nos acercaremos
a las islas señor? -preguntó Lébregas. El alborean se encuentra a muchas millas
de aquí, -añadió sin mucho entusiasmo.
-Camine a mi lado Lébregas.
Aprovecharé la ocasión de comentarle algo. -Pollier realizó una extensa pausa
dejándose encantar por el movimiento del mar. Examinó detenidamente los barcos
recalados cerca del muelle, y disfrutó también la variedad de sus formas, de
los llamativos colores, y la diversidad de sus siluetas pintadas tras un fondo
de cielo y mar. Algunos cargando, otros reparando averías, en cambio otros,
simplemente balanceándose en las tranquilas aguas del mar.
-Sargento, -le llamó Martín,
luego agregó sin quitarle la mirada.
-Todo lo que usted me ha
dicho, -le dijo Pollier parándose con seguridad frente a Lébregas.
-Me sorprendió de sobremanera.
Confieso que no esperaba algo así..., he visto todo en la vida, pero algo como
lo que me ha relatado jamás. Lo prometo,
jamás escuché algo similar..., no..., nunca. Sabe, cuando lo envié,
afortunadamente, a vigilar a mis hijos, lo hice pensando en otras razones. Mis
sospechas apuntaban, más bien, a mis bienes. Algo me llevó a creer que
pretendían mi riqueza. Eso lo llegué a confirmar por otra vía, después que
perdí el contacto con usted. ¡Bien sargento!
Eso sí que hubiese sido terrible. Entonces sargento, deducimos que los
temas de moral no interesan a nadie. -Pollier antes de continuar aspiró unas
cuantas bocanadas de aire, como respondiendo a un problema cardíaco que se
insinuaba cada vez que estaba entusiasmado con un tema.
-Juzgue usted mismo en dos
casos. Primero Anne-Laure pontificando, y lanzando diatribas de moralidad sobre
los demás. Ella, siendo tan joven, carga con la muerte de su propio hijo. El segundo caso.
El desgraciado filólogo trasnochado, don
Heriberto, que riñe con los principios de la verdad y de justo. ¿Quién iba a
pensarlo? Un traidor, -Martín hablaba cada vez más enojado, y antes que ese
enojo se acentuara, se contentó al ver a los hombres del alborean que
comenzaban a saludarlo desde abajo.
-¿En qué barco iremos señor?
-preguntó impasible el teniente.
-Tomaremos el “María Luisa II”,
teniente.
-¡Imposible señor! La María
Luisa fue hundida hacer tres años.
-Entonces, en cualquiera que
flote. No se complique teniente.
-Bueno, zarparemos en el “Tutinji Argentino”, que está de paso por
aquí.
-Ese barco... ¿es mío
teniente?
-Sí señor..., es suyo.
-Espero llegar lo antes
posible -observó el señor Pollier, y apresuró el paso para encontrarse con la
tripulación del alborean.