El brillo del sol refulgía en las revueltas aguas del mar, y su resplandor se proyectaba más allá del horizonte. Se escuchaba incesante el ruido que originaba el habitual ajetreo en el muelle, sobre todo se escuchaba el característico sonido de los buques que iniciaban su travesía, y se iban mar adentro, hasta hacerse pequeñitos a la distancia.
Martín Pollier logró dar tres pasos más, hasta
que, la humedad de la madera, le llevó a caminar con más precaución. Las
sombras de las cosas se visualizaban con dificultad en las ondulaciones que
formaban las olas. Los traviesos impulsos del viento, permitían que las
banderolas se mantuvieran en el aire, siempre flameando. La mañana resultaba
ser limpia y clara; todo se presentaba lleno de color y encanto.
Dos hombres acompañaban al capitán. Apenas
Martín se acercó, extendió la mano para saludarlo. Pollier miraba sobre el
hombro de Maciel, y veía, disfrutando, el lento movimiento que realizaba un
vapor al zarpar. Al hombre de los navíos le acompañaba, a su derecha el joven
teniente, y a su izquierda, el sargento Lébregas, muy atrás, otros hombres de
la guarnición. Después de saludar, Pollier se volvió al teniente, y tasándole
con exhaustivo mirar, entregó al teniente una bolsa de monedas de oro, y le
indicó.
-Entrega esta bolsa de oro al
general de puerto y transmítale, lógicamente, mis agradecimientos. Una orden
para él, que no intervenga en los asuntos de mis hijos, exprésele que lo
resolveré.
-Así lo haré señor, no debe
preocuparse. Después, giró su cuerpo para ponerlo frente a frente al capitán, y
exclamó.
- ¡Es bueno volver a verlo,
apreciado capitán! La voz de Pollier denotaba una profunda satisfacción, y
pretendía con ese tono, transmitir la importancia que tenían sus hombres para
él. Actuaban como cuerpo, como una cofradía de hombres que se dispersaban y
siempre se volvían a reunir. No había
mujeres, sólo hombres; creían que la presencia femenina, traería infortunios a
sus barcos, y desastres en sus aventuras. Poseían internalizada la idea de una
gran misión, la que buscaban infatigablemente. Los hombres del alborean se
cuidaban entre ellos, se protegían paternalmente, y al reencontrarse,
generalmente, se alegraban entre ellos. Sólo escuchaban la palabra de Pollier,
ninguna otra voz era válida, y lo dejaban, en consecuencia, libre para elegir
las locuras que les propusiera.
Martín estaba animado, una desconocida
fuerza interna afloraba fluidamente hacía el exterior, robustecía el pecho y se
experimentaba poderoso.
- ¡Oiga capitán!, tenemos que
viajar a las islas, para tal propósito utilizaremos el tutinji -argentino. Le
cuento, no recordaba nada de este barco, ni tampoco donde atracaba, pero,
coincidencias de la vida, pasaba por este lugar, y de inmediato determiné
abordarlo.
-Señor, a mí también me alegra
verlo, pero dígame, -interrumpió el capitán.
- ¿Es seguro viajar en él?
-No lo he mirado capitán,
entiendo que sí, de hecho, ordené que subieran víveres y combustible.
Rozaremos, espero, la suavidad del mar, con la quilla del tutinji-argentino, es
un barco excepcional y maravilloso, sortearemos las boyas, ya verá, que es un
barco pesado, pero liviano como pluma en el mar.
-Es hermoso este lugar
señor..., podríamos quedarnos unos días acá.
- ¡No Maciel, ni lo piense! En
un par de horas más zarparemos. Sólo esperamos que..., ¿qué esperamos teniente?
-Que carguen los últimos sacos
de harina jefe, falta muy poco -comentó en voz baja el teniente.
-Lo decía, porque es
gratificante ver la vida que se desarrolla en el muelle. Los pescadores, los
botes, las lanchas, los barcos, aquellos enormes vapores en el puerto. Todo
este espacio se abre en pleno a la vida del mar, y a la diversidad de sus
colores.
El capitán hablaba entusiasta
y sin parar, mientras el resto de los hombres de pie, y con los brazos
cruzados, escuchaban expectantes y silenciosos; entre rostros adustos, graves,
rostros apretados y pensativos, rostros desencajados y reflexivos. Los rostros
con los que se enfrentan la vida, permeables, alegres, risueños, de miedo, o de
asombro.
- ¡Oye, Antoine! Pareces avecilla mojada, di algo por favor.
Por mi parte, declaro superada nuestras diferencias..., pero necesito
preguntarte algunas cosas, después conversaremos. Antoine permaneció mudo, como
si no escuchara el requerimiento de Pollier, con la cabeza hundida entre los
hombros, permanecía callado, sin mayor animo que el de contemplar la
majestuosidad del mar, y en esa inmensidad deseaba descubrir y, sobre todo,
rearmar la imagen de Camila.
Varias carcajadas interrumpieron los
pensamientos de Antoine, y alcanzó a mirar la superficie del mar que le
refrescó gratamente. Luego volvió a sumergirse en su mundo de ensoñaciones y
emergieron, al instante, las inaprensibles sensaciones de Camila Angélica. El
dueño del alborean se deshizo de un profundo respiro, enseguida echó una mirada
a su alrededor, buscando la cara de Lébregas, al redescubrirlo gritó.
- ¡Sargento Lébregas, usted nos
acompaña!
Gino fue el primero en subir
las gradas del tutinji-argentino, se aferró la barandilla y con dificultad
comenzó a ascender con el cuerpo inclinado, subía como si le pesaran los pies.
Le siguió el capitán, Lébregas, Martín y el resto de los marineros.