domingo, 19 de marzo de 2017

Entrada 118. Camilo también es un Ángel.


Entrada 118.

 
El mar estaba cada vez más silencioso, movía sus grandes masas de agua con perezosa discreción. Le cubría, a cada momento, un color esmeralda que aparecía, cada vez que el mar,  lanzaba los suspiros interminables sobre la playa. El mar estaba allí desde siempre, plegándose a la cabalgura de los vientos que la impulsaban a destinos indeterminados. El pequeño corazón del mar se acercaba a curiosear los afanes y preocupaciones de los hombres: y siempre recogía su manto líquido de la arena, recogiéndose, esperando encontrar momentos de más cordura. La arena deslavada recibía, entre sus piedrecillas, la lánguida corporeidad de los huiros, acercados o retirados del  mar acorde a las veleidades de las olas, esperando pasibles que alguien  los retirara de esa incómoda posición: Ser del mar, o definitivamente, pertenecer a la tierra. Al igual que corresponde a los hombres que esperan en la arena de la vida,  que Dios le permita traspasar la delgada línea de la vida a la eternidad.

     Los hombres del alborean se apiñaron una vez más alrededor del capitán. Algunos con camisas raídas, copadas de hoyuelos, más sucias que blancas, más transpiradas que olorosas. Habían permanecido en la costa por mucho tiempo. Solía ocurrir, cada vez que celebraban.  En ese lugar, el tiempo para ellos se detenía abruptamente, y se dejaban llevar por los efectos embriagadores del ron.

-¡A ver, usted, coreano! Mandate a dos lancheros que preparen la partida -dijo el capitán con voz resolutiva. Iremos a buscar a Martín Pollier. El coreano, aludido por las palabras de Maciel, tomó la punta de su chaqueta, la tomó con las pinzas de dos dedos, la acomodó, enderezó el cuello y contestó. Sus pómulos enrojecieron y una clara transparencia cruzó, de un extremo al otro, el cristal de sus pupilas. El coreano pareció, a la orden del capitán, pintar de tonos pálidos su rostro, y sus labios se movieron, buscando humedecerse para responder también, con más propiedad. El viento refrescaba la embriaguez de esos marineros y los conectaba, ocasionalmente, con fragmentos desordenados de la realidad. De todas formas insistían en mantenerse en primera línea, y aunque, sus palabras las parecieran ajenas, y no propias, sostenían un dialogo medianamente racional.
  El coreano, subiéndose a una enorme roca, indicó a dos lancheros que prepararan los botes para partir. Enseguida, señaló a ocho marineros, para que se hicieran cargo de los remos.

- En el remo de popa iré yo -sostuvo el coreano. -Muy bien. Pues..., ¡a moverse!

El capitán estaba con el corazón confundido, y no encontraba respuesta a la súbita presencia de la chica la noche anterior. Le había besado, y él no se sintió incomodo, por el contrario, se había quedado pensando en el sabor malicioso e inconfundible de aquellos labios suaves. Después que la chica se alejó, la vio perderse en la oscuridad profunda de la noche. Ella se alejaba, caminaba como suspendida,  y a cada paso que la alejaba del lugar, se trizaba paulatinamente el corazón del capitán. Más tarde, cuando había desparecido, sólo el crujido doloroso del mar replicaba el insondable pesar de su alma. Pero, no tanto por el agrado de besar a una chica, sino que, por el halo de misterio que envolvía su presencia.

-¿Pensando?, -alcanzó a preguntar Antoine antes que el capitán se afirmara de la punta de uno de los botes. El capitán no contestó, sólo reaccionó después de un rato.

-¡Pues sí!  Pensaba Antoine. El pensamiento hace más claro el mundo de las reflexiones.

-Alcancé a observar que conversaba con esa muchacha.

-Sí, apareció entre las luces y las sombras de la playa, se marchó antes de que tuviese alguna conciencia de su  presencia.

-No se preocupe capitán, me ha pasado por años. La veo siempre, en todas partes, en todos los lugares a los que arribo. Siempre está conmigo. Nunca me ha permitido olvidarla, pero como usted entenderá..., con el tiempo se ha transformado en una aparición. Me habitué a su presencia, creo que ya no me asusta. Una vez que manifestó estos sentimientos Antoine,  permaneció observando el movimiento de las últimas olas que declinaban en su mecánica fuerza, antes que el silencio, en yuxtaposición con la soledad, se apoderara de todos los rincones de la playa.

    En lo alto de la cima, se insinuaban las pequeñas luces de las casas. Tímidas se distribuían; asomando el débil fulgor de luces amarillas  detrás de silentes figuras de árboles. Se recortaban, en  pobre  nitidez,  entre las innumerables sombras de la noche. La atmósfera saturnina, retardaba el paso del tiempo. Gravitaba, en el entorno, una paz sembrada de dudas e inquietudes. Se agitaba el pecho del capitán, y su mirada se extendía más allá del oscuro horizonte. Una ráfaga de viento le tocó en plena cara, creyó despertar, y llevando sus razonamientos muy adentro de sí mismo, concluyó con los ojos pegados en ningún lugar.

-La chica me pidió que matara a Martín Pollier. Después el capitán echó andar para acercarse a los botes, que estaban a seis pasos de distancia. Como una sombra se subió a popa de uno de los botes, y comenzó a escuchar el encantador sonido del mar.