Entrada 118.
El mar estaba cada vez más silencioso, movía sus grandes masas de agua con perezosa discreción. Le cubría, a cada momento, un color esmeralda que aparecía, cada vez que el mar, lanzaba los suspiros interminables sobre la playa. El mar estaba allí desde siempre, plegándose a la cabalgura de los vientos que la impulsaban a destinos indeterminados. El pequeño corazón del mar se acercaba a curiosear los afanes y preocupaciones de los hombres: y siempre recogía su manto líquido de la arena, recogiéndose, esperando encontrar momentos de más cordura. La arena deslavada recibía, entre sus piedrecillas, la lánguida corporeidad de los huiros, acercados o retirados del mar acorde a las veleidades de las olas, esperando pasibles que alguien los retirara de esa incómoda posición: Ser del mar, o definitivamente, pertenecer a la tierra. Al igual que corresponde a los hombres que esperan en la arena de la vida, que Dios le permita traspasar la delgada línea de la vida a la eternidad.
Los hombres del alborean se apiñaron una
vez más alrededor del capitán. Algunos con camisas raídas, copadas de hoyuelos,
más sucias que blancas, más transpiradas que olorosas. Habían permanecido en la
costa por mucho tiempo. Solía ocurrir, cada vez que celebraban. En ese lugar, el tiempo para ellos se detenía
abruptamente, y se dejaban llevar por los efectos embriagadores del ron.
-¡A ver, usted, coreano!
Mandate a dos lancheros que preparen la partida -dijo el capitán con voz
resolutiva. Iremos a buscar a Martín Pollier. El coreano, aludido por las
palabras de Maciel, tomó la punta de su chaqueta, la tomó con las pinzas de dos
dedos, la acomodó, enderezó el cuello y contestó. Sus pómulos enrojecieron y
una clara transparencia cruzó, de un extremo al otro, el cristal de sus
pupilas. El coreano pareció, a la orden del capitán, pintar de tonos pálidos su
rostro, y sus labios se movieron, buscando humedecerse para responder también,
con más propiedad. El viento refrescaba la embriaguez de esos marineros y los
conectaba, ocasionalmente, con fragmentos desordenados de la realidad. De todas
formas insistían en mantenerse en primera línea, y aunque, sus palabras las
parecieran ajenas, y no propias, sostenían un dialogo medianamente racional.
El coreano, subiéndose a una enorme roca,
indicó a dos lancheros que prepararan los botes para partir. Enseguida, señaló
a ocho marineros, para que se hicieran cargo de los remos.
- En el remo de popa iré yo
-sostuvo el coreano. -Muy bien. Pues..., ¡a moverse!
El capitán estaba con el
corazón confundido, y no encontraba respuesta a la súbita presencia de la chica
la noche anterior. Le había besado, y él no se sintió incomodo, por el
contrario, se había quedado pensando en el sabor malicioso e inconfundible de
aquellos labios suaves. Después que la chica se alejó, la vio perderse en la
oscuridad profunda de la noche. Ella se alejaba, caminaba como suspendida, y a cada paso que la alejaba del lugar, se
trizaba paulatinamente el corazón del capitán. Más tarde, cuando había
desparecido, sólo el crujido doloroso del mar replicaba el insondable pesar de
su alma. Pero, no tanto por el agrado de besar a una chica, sino que, por el
halo de misterio que envolvía su presencia.
-¿Pensando?, -alcanzó a
preguntar Antoine antes que el capitán se afirmara de la punta de uno de los
botes. El capitán no contestó, sólo reaccionó después de un rato.
-¡Pues sí! Pensaba Antoine. El pensamiento hace más
claro el mundo de las reflexiones.
-Alcancé a observar que conversaba
con esa muchacha.
-Sí, apareció entre las
luces y las sombras de la playa, se marchó antes de que tuviese alguna
conciencia de su presencia.
-No se preocupe capitán, me
ha pasado por años. La veo siempre, en todas partes, en todos los lugares a los
que arribo. Siempre está conmigo. Nunca me ha permitido olvidarla, pero como
usted entenderá..., con el tiempo se ha transformado en una aparición. Me
habitué a su presencia, creo que ya no me asusta. Una vez que manifestó estos
sentimientos Antoine, permaneció
observando el movimiento de las últimas olas que declinaban en su mecánica
fuerza, antes que el silencio, en yuxtaposición con la soledad, se apoderara de
todos los rincones de la playa.
En lo alto de la cima, se insinuaban las
pequeñas luces de las casas. Tímidas se distribuían; asomando el débil fulgor
de luces amarillas detrás de silentes
figuras de árboles. Se recortaban, en pobre nitidez,
entre las innumerables sombras de la noche. La atmósfera saturnina,
retardaba el paso del tiempo. Gravitaba, en el entorno, una paz sembrada de
dudas e inquietudes. Se agitaba el pecho del capitán, y su mirada se extendía
más allá del oscuro horizonte. Una ráfaga de viento le tocó en plena cara,
creyó despertar, y llevando sus razonamientos muy adentro de sí mismo, concluyó
con los ojos pegados en ningún lugar.
-La chica me pidió que
matara a Martín Pollier. Después el capitán echó andar para acercarse a los
botes, que estaban a seis pasos de distancia. Como una sombra se subió a popa
de uno de los botes, y comenzó a escuchar el encantador sonido del mar.