Entrada 114.
Muy pronto Martín Pollier recordó someramente el motivo de su viaje, y cayó en la cuenta que había sido una extensa ausencia. Aun cuando sus sospechas descansaban en razonamientos certeros, la razón de un guardia permanente le permitiría confirmar esas dudas, sin embargo había pasado tanto tiempo, que la misma travesía en el mar le había llevado a olvidar dicho encargo. ¿Y ahora?, escuchaba a ese hombre relatando esa historia que, por ser antigua, parecía lejana y distante, pero tan actual como esa polilla revoloteando alrededor de la bombilla amarilla, y que permanentemente amenaza con extinguirse.
Muy pronto Martín Pollier recordó someramente el motivo de su viaje, y cayó en la cuenta que había sido una extensa ausencia. Aun cuando sus sospechas descansaban en razonamientos certeros, la razón de un guardia permanente le permitiría confirmar esas dudas, sin embargo había pasado tanto tiempo, que la misma travesía en el mar le había llevado a olvidar dicho encargo. ¿Y ahora?, escuchaba a ese hombre relatando esa historia que, por ser antigua, parecía lejana y distante, pero tan actual como esa polilla revoloteando alrededor de la bombilla amarilla, y que permanentemente amenaza con extinguirse.
El reloj de la pared marcó las once de la
mañana, incluso se podía ver a través de las irregulares persianas al sol
atravesando los sucios cristales de la ventana. Pollier lanzó sus dos brazos
hacia atrás y masajeó parte de sus hombros. Experimentaba cierto agotamiento,
estiró la cabeza al respaldo de la silla, se repuso y continuó escuchando. Se
limpió los pantalones con dos movimientos de las manos, miró al suelo e intentó
sacar la arena que todavía se adhería a las suela de sus botas.
-Lo curioso es que ha pasado
tanto tiempo Lébregas. A veces cuando el pensamiento está lineal, se tambalea
con acontecimientos como los que usted describe, y uno, en verdad, no sabe qué creer. ¡Teniente!, apague la luz,
ya no es necesaria. -pollier realizó una pausa, posteriormente añadió.
Escuche sargento. Cuando era
niño mis pies se metían en las acequias del pueblo, las cruzábamos buscando
enormes duraznos que habían en los huertos, sin temores nos lanzábamos a
descolgarlos de los árboles. Saben señores, mi única felicidad consistía en
tener un enorme durazno entre mis manos, ese era todo mi mundo, y en ese simple
acto había mucho de maravilloso, pero por más que haya pretendido vivir en mi
mundo ideal, la realidad siempre asoma su nariz angulosa. Lo que usted describe
es horrible sargento..., ¡Horrible!, y más horrible son los silencios que se
tejieron alrededor de estos sucesos.
-Realicé lo que usted ordenó
señor -contestó un sereno Lébregas.
-Pero dígame sargento. ¿Cómo
puedo corroborar sus palabras? -preguntó Pollier no sin antes pasear la mirada
por el encerrado lugar.
-Fue el acto de sus hijos
señor, no hay nada que confirmar. Los actos consumados nunca se corroboran.
Martín cerró los ojos un instante, así permaneció, respirando con cierta
dificultad.
-¿Sabe algo más Lébregas?
Consultó Pollier pálido y confundido.
-Aún poseo imágenes que por voluntad
propia he determinado olvidar. -respondió el hombre poniéndose la mano en los
ojos.
-Ellos señor permanecían
alrededor de un niño; no podía sostenerse por sí mismo. Estaban en una
habitación de escasa luz, no existía en ese pequeño nada que le diese firmeza a
su cuerpo y a su cuello. Dominique insistía en alimentarlo..., ese pequeño, ese
pequeño señor devolvía todo. Perdone que llore señor Pollier, pero el recuerdo
de ese infante fragmenta mi alma y sensibiliza mi corazón. Jamás en mi vida
imaginé que dos hermanos fuesen capaces de tanta monstruosidad.
-¿Isabelle sabía de esto?
-Todos lo sabían, y nadie
dijo nada, ni por principios, ni por moral. -respondió Lébregas derrumbándose
finalmente en una de las sillas. Después ocultó su rostro con uno de los brazos
y desconsolado comenzó a llorar con más libertad. Pollier y el teniente con las
manos cruzadas sobre el escritorio escuchaban sorprendidos. Martín Pollier
preguntó de pronto.
-¿Camilo Ángel? Así se llamaba
ese niño.
-¡No señor!, bien sostiene
usted, se llamaba, porque ahora Camilo también es un ángel. El hombre de los navíos
permaneció sentado en la misma silla, y clavó los ojos en un punto de la
desgastada pared, como si intentara controlar el remolino de sus ideas.
Posteriormente dirigió la vista hacia el sargento e hizo un pequeño gesto para
que este se acercara a él. Cuando Lébregas estuvo cerca de Pollier, balbuceó
casi imperceptiblemente.
-¿Es por eso que Camilo y
Camila aparecen a cada instante, y de alguna forma atormentan a este pueblo?
-¡No atormenta señor!
Simplemente nos recuerdan que en algún minuto les quitamos la vida.